Los humanos somos los únicos animales del planeta conscientes de estar vivos, y el precio que pagamos por este privilegio es muy alto. Saber que nuestra existencia no es infinita nos genera una serie de temores que inciden de manera importante en nuestro comportamiento, no solo como personas sino también a nivel de especie. La principal consecuencia de ello ha sido la aparición a lo largo de la historia de una gran diversidad de religiones, que se fundamentan en plantear realidades alternativas para facilitar la aceptación de nuestra mortalidad.
Dicho de otro modo, mientras que no podremos demostrar nunca que un dios haya creado al hombre, es evidente que el hombre ha creado el concepto de Dios como ansiolítico para las crisis existenciales. Por ejemplo, la perspectiva de una prórroga celestial más allá de los límites biológicos de la vida en la Tierra puede hacer más llevadera la poca relevancia que tiene el individuo dentro de la inmensidad del universo.
Aunque este tipo de creencias basadas en leyendas primitivas no son necesariamente incompatibles con el razonamiento científico, cada uno tiende a elegir mayoritariamente uno u otro punto de vista como guía principal para entender el mundo que nos rodea. Pero hay momentos en los que se nos hace casi imprescindible recurrir a la imaginación para suavizar el impacto perturbador de la cruda realidad. Lo he experimentado yo mismo estos días, cuando mi hijo de 7 años ha tenido que enfrentarse por primera vez con la muerte de alguien de la familia cercana. A la hora de hacerle entender que no volvería a ver a esa persona que tanto amaba, no le he explicado que, debido a los caminos insondables de la evolución, cuando las funciones bioquímicas de un organismo interrumpen la entropía se apodera de él de una manera irreversible, que sería una descripción mecanística del hecho ajustada a la realidad tal como la conocemos. En lugar de eso, le he consolado diciéndole sin vacilación que este familiar a partir de ahora le vigilaría desde el cielo, donde estaría jugando con sus amigos los ángeles.
Esto podría considerarse mucho más que una mentira piadosa: para resolver un conflicto emocional, un científico ha recurrido de manera automática a una fantasía muy elaborada que proviene de las tradiciones ancestrales de su cultura, que le ha proporcionado más servicio práctico en este contexto que la explicación puramente biológica, sea o no congruente con su forma habitual de pensar. Es una prueba de cómo la religión está inmersa en el tejido básico de las interacciones sociales, aunque no siempre seamos conscientes de eso, y encontraríamos muchas más.
Hay expertos que proponen que esta necesidad casi instintiva de recurrir en momentos clave a un ser divino superior y a toda la parafernalia que lo rodea ha jugado de hecho un papel importante en el desarrollo y el mantenimiento de las complejas redes sociales humanas. Esta teoría defiende que, sin la idea de Dios como entidad todopoderosa y omnipresente, las sociedades no habrían podido nunca llegar a ser tan grandes y estables como lo son ahora. Una de las razones sería que, más allá de proporcionar un confort puntual, la divinidad representaría un código moral superior rigurosamente vigilado desde arriba, que llegaría donde las leyes y la policía humanas no pueden, evitando así que los ciudadanos cometieran crímenes que desestabilizan la comunidad.
Un trabajo reciente del doctor Joseph Watts, que estudia las casi 400 civilizaciones primitivas de las islas de Austronesia, entre Madagascar y Rapa Nui (la isla de Pascua), propone precisamente lo contrario, que tal vez la presencia de un dios que lo ve todo no es tan esencial para iniciar el proceso de crecimiento social como dicen los demás. Watts ha observado que la complejidad política de estas sociedades isleñas no dependía de que antes hubieran establecido la adoración a un dios supremo y vigilante. Más bien al revés: Dios aparece en estos casos una vez la sociedad ya ha evolucionado considerablemente. Un posible motivo sería que la religión organizada facilita que ciertos avispados accedan al poder necesario para controlar al resto de la población canalizando el miedo a la ira divina.
Con independencia del papel que el temor a un dios que reparte castigos y recompensas haya tenido en el establecimiento de las civilizaciones, su importancia a la hora de explicar lo que no podemos explicar es una de las virtudes que lo han hecho más perdurable. Por eso decía que Dios y ciencia no son excluyentes: siempre habrá cosas imposibles de racionalizar, como el dolor que genera la pérdida de un ser querido. En estos casos, aferrarse al imaginario religioso puede ser una solución muy atractiva.
(Quisiera dedicar este artículo a Ana. La echaremos mucho de menos.)