Un amigo me comenta que el médico le ha recetado un supositorio, un artefacto que él relacionaba con una infancia remota de televisión en blanco y negro. Le digo que, aunque no es muy habitual, todavía resulta útil hoy en día para solucionar ciertos problemas a los adultos. Y añado que no se le olvide ponérselo al revés de lo que parece lógico: la parte plana primero, empujando por la más amplia y acabada en punta. Me mira atentamente para intentar descubrir si le estoy tomando el pelo, pero se lo aseguro que es verdad. Aún recuerdo cuando me lo explicaron en la facultad hace casi un cuarto de siglo. En su momento también me sorprendió y me quedó grabado. No muy convencido, mi amigo me da las gracias. Lo vuelvo a ver poco después y, antes de que pueda preguntarle cómo fue, me cuenta que la estrategia del supositorio invertido fue un desastre, que aquello no acababa de entrar donde debía entrar y se le deshacía a las manos de tanto apretar. Avergonzado, le pido disculpas por el mal consejo y le prometo no volverlo a repetir nunca más.
Este episodio, tan escatológico como real, me servirá hoy para hacer dos reflexiones. Para empezar, que a los 20 años nos tragamos cualquier cosa que un profesor nos dice desde la tarima. Siendo estudiantes no es del todo extraño que nos falte la capacidad de reflexión crítica, que es clave para hacer avanzar el mundo: es una herramienta que precisamente se debería aprender en la universidad, sea cual sea la carrera que estudiamos. Por desgracia, solo algunos afortunados acaban desarrollando como buenamente pueden, más a consecuencia de los golpes que van recibiendo, no a resultas de ningún plan de estudios programado. ¿Dónde estaría la especie humana si no hubiéramos aprendido a cuestionar la verdad establecida y buscarle costuras? Muchas veces no habrá, pero de vez en cuando descubriremos una alternativa mejor. El día que en las facultades enseñamos a dudar y a razonar más que memorizar, tendremos por fin una población bien preparada.
Con la edad he alcanzado la madurez y la experiencia necesarias para ir más allá de la normativa aceptada, por lo que después de hablar con mi amigo me puse a hacer un poco de investigación. Inmediatamente encontré el culpable de todo: un artículo publicado en la prestigiosa revista médica 'Lancet' en 1991. En él, aducían una serie de razones fisiológicas para recomendar el cambio de forma de aplicación de los supositorios y hacían un estudio a partir de seiscientos voluntarios, la mayoría egipcios, que sugería que poniendo la punta plana primero, la inserción es más sencilla y satisfactoria. Las conclusiones se convirtieron inmediatamente en dogma: a partir de entonces, no sólo se explica así en las facultades de medicina, como pude comprobar en primera persona, sino que pasa a ser el estándar que se enseña en las escuelas de enfermería de todo el mundo. O sea que si va a un hospital y necesita un supositorio, probablemente se lo pondrán del revés. Pero lo más sorprendente es que después de este trabajo revolucionario, nadie vuelve a hablar nunca más del tema. Un artículo del 2006, publicado en el 'Journal of Clinical Nursing', se hacía cruces y reclamaba que serían necesarios estudios más completos y extensos antes de establecer una normativa tan universal.
Y aquí viene la segunda reflexión. Los humanos tendemos a buscar verdades absolutas, afirmaciones inmutables que nos permitan encontrar un punto de anclaje al que aferrarnos. Supongo que es parte de la desesperación existencial propia de nuestra naturaleza, como lo demuestra el hecho de que haya tantos 'libros sagrados', escritos hace siglos, a los que una buena parte de la población todavía recurre constantemente para buscar una guía vital.
Nos pasa menos a los científicos, porque se supone que debemos ser inquisitivos por naturaleza, pero el caso del supositorio es un ejemplo de cómo a veces podemos aceptar una hipótesis con los ojos cerrados sin validarla debidamente. El artículo de 'Lancet' se convirtió inesperadamente en el Nuevo Testamento de la administración de medicamentos por vía rectal y, si hay que hacer caso de la experiencia de mi amigo, sin los méritos necesarios. Quizá simplemente es que los esfínteres de los egipcios no tienen la misma morfología que la de los europeos y sería necesaria una metodología más flexible. Aquí, como en tantos otros casos, lo que ha fallado es el espíritu crítico.
A veces cosas tan simples como un supositorio esconden una epifanía que puede dar lugar a reflexiones interesantes. Solo debemos tener los ojos abiertos y las preguntas en la punta de la lengua. En mi búsqueda, además, he descubierto otra cosa: el edificio donde trabajo lleva el nombre de la persona que comercializó los primeros supositorios en forma de torpedo, Henry S. Wellcome. Qué mundo más pequeño.
[Artículo publicado en El Periódico, 22/2/15 (en català).]