Mentir es tan humano como respirar, y casi igual de fácil. Aprendemos
a hacerlo de muy pequeños, cuando descubrimos que nos permite obtener
algo que queremos, y es solo después de años de experiencia y educación
que conseguimos distinguir qué clase de mentiras están aceptadas y
cuáles pueden tener represalias. Porque mentiras hay de muchos tipos. En
un extremo encontraríamos las que se usan para controlar y oprimir (las
que el escritor ruso Aleksandr Solzhenitsin lamentaba que en su
país se habían convertido en un pilar del Estado) o las que se dicen
para enriquecerse en detrimento del resto de la gente. En el otro
estarían las que los anglosajones llaman mentiras blancas, tan
comunes que ya ni nos damos cuenta de que forman parte de nuestra vida
cotidiana. Luchemos con todas las fuerzas contra las primeras, porque
son perniciosas para la estabilidad de cualquier grupo, pero sin las
segundas nuestro tejido social también se podría deshacer.
Al
menos eso es lo que proponen un grupo de científicos finlandeses y
mexicanos en un artículo publicado el mes pasado en la revista Proceedings of the Royal Society B.
Según este estudio, las mentiras «antisociales» (las que buscan un
beneficio propio) tienen efectos nocivos en la cohesión social, pero en
cambio las mentiras «leves» actuarían como agentes que ayudarían a las
comunidades a formarse y crecer. Los investigadores llegaron a esta
conclusión tras desarrollar un modelo matemático que simula, en un
ordenador, la evolución de un conjunto de personas a lo largo del
tiempo. Así, vieron que si introducían el concepto de mentiras graves en
el programa, las comunidades se desintegraban porque cada elemento
acababa mirando primero por sí mismo. Esto es evidente: el egoísmo en
forma de engaño es nocivo para el progreso porque sin una dosis
razonable de confianza en el prójimo no se pueden mantener estructuras
grandes, como ciudades o países. Pero lo curioso es que cuando se
añadían mentiras blancas el efecto era el contrario: los
individuos formaban grupos más unidos y la red de interacciones que
aparecía se hacía más grande.
Naturalmente, este estudio tiene la
limitación de utilizar un modelo artificial y muy simplificado de lo
que son las interacciones humanas, pero no deja de ser sorprendente la
relevancia que tiene la mentira leve en nuestras vidas. Un ejemplo más
cercano a la realidad lo podríamos encontrar en la película Mentiroso compulsivo,
en la que un abogado descubría el impacto que tenía no poder decir
ninguna mentira durante 24 horas. Aunque no quede muy bien citar en un
mismo artículo una comedia de Jim Carrey y un premio Nobel de
Literatura, en este caso es un buen ejercicio de reflexión: por poco que
pensamos, es fácil darnos cuenta de que si todo el mundo dijera siempre
lo que le pasa por la cabeza las cosas irían de mal en peor.
Por
desgracia, últimamente hemos podido ser testigos del daño que hacen a
la sociedad las otras mentiras, las que provienen de alguien a quien
hemos cedido una cantidad importante de poder. Estos personajes,
elegidos entre sus iguales y erigidos como ejemplo, tienen en sus manos
la responsabilidad de sustentar los niveles de confianza que una
sociedad necesita para mantenerse unida. Y es así porque la ausencia de
líderes, sea en modelos asamblearios o directamente anarquistas, solo
funciona en comunidades de tamaño reducido. La vilipendiada «casta»
política, pues, es un mal necesario en sociedades expansivas y
globalizadas como las del siglo XXI. Una de las partes más
indispensables de su trabajo sería la transparencia, y este es un punto
que se les olvida demasiado fácilmente.
Algunos países hacen pagar un precio sustancial al político que es descubierto engañando. Recordemos, por ejemplo, que Bill Clinton fue
perseguido implacablemente no por ser infiel a su mujer, aunque a ojos
del puritanismo anglosajón esto ya justificaba un descenso importante de
su popularidad, sino por haber mentido cuando negaba rotundamente los
hechos. Un presidente de un país no puede ocultar cierto tipo de
información a los ciudadanos, ni que sea para protegerse a sí mismo o a
su familia. Debería ser una de las normas sagradas del oficio, sin
excusas.
Y a pesar de todo, este tipo de mentiras egoístas siguen
siendo frecuentes entre los gobernantes de todo el mundo. Ni los de
aquí se salvan, por muy alto que hayan llegado en el imaginario
colectivo. Cuando esta gente tome conciencia por fin de hasta qué punto
es importante la honestidad a la hora de proporcionarnos un modelo a
seguir, podremos empezar a construir una sociedad que avanzará
conjuntada y no creyendo, como ahora, que si el vecino no te roba es
simplemente porque no ha tenido la oportunidad de hacerlo.