La investigación biomédica está dando tantas sorpresas últimamente que a veces nos cuesta asimilar todas las implicaciones que acompañan a los nuevos descubrimientos. Pongamos por caso la hamburguesa que hace pocas semanas unos científicos holandeses anunciaban que habían fabricado en su laboratorio. Mientras nos fijábamos en anécdotas como el gusto poco sabroso que decían que tenía o el elevado coste del proyecto, nos pasaba por alto que el experimento era la demostración de que, a partir de células madre, podemos generar con bastante fidelidad un tejido complejo como es el músculo. Podría ser muy útil en medicina regenerativa, por ejemplo para reparar corazones que han sufrido un infarto o rehacer extremidades dañadas en un accidente.
Aunque pueda parecer fantástico, no queda tanto para ver aplicaciones clínicas rutinarias de este tipo de técnicas. Y en un campo diferente, la carne artificial seguramente no terminará con el hambre en el mundo como repetían muchos medios, sobre todo porque hay formas más prácticas de hacerlo, pero sí podría hacer llegar proteínas de calidad a una población mundial en constante crecimiento utilizando una forma alternativa, mucho más sostenible que la ganadería, que tiene una huella ecológica considerablemente alta. Esto todavía queda lejos, pero ya hemos dado los primeros pasos en esta dirección y no parece que a largo plazo tenga que ser un objetivo inalcanzable.
La simplicidad de la idea básica que mueve estas líneas de investigación, el hecho de producir en un plato de cultivo tantas células como nos hagan falta del tipo que queramos, nos está llevando hacia direcciones inesperadas. Pocos hubieran imaginado hace 20 años que estaríamos discutiendo seriamente posibilidades más propias del terreno especulativo de la ciencia ficción. Estamos empezando a dejar de lado los problemas asociados con conseguir las preciadas células madre a cambio de destruir embriones, el principal caballo de batalla e impedimento moral hasta ahora, porque seguramente podremos evitarlo gracias a alternativas como las células inducidas que dieron el Nobel a Shinya Yamanaka el año pasado. Con esta nueva libertad, si llevamos la teoría a sus últimas consecuencias entraremos en un campo tan apasionante como éticamente espinoso.
Imaginemos que tomamos una célula de la piel de una persona y, usando las técnicas de Yamanaka u otras variantes que se han propuesto después, hacemos que se convierta en algo parecido una célula madre. Si sabemos la receta química adecuada, conseguiremos después que nos dé un puñado de células de hígado, de pulmón o de lo que sea. Todo esto ya es posible hoy en día. ¿Podríamos generar también otras más peculiares, como por ejemplo espermatozoides u óvulos, las células germinales que usamos para reproducirnos? Es un poco más complicado, pero desde finales del año pasado parece que no imposible. Los doctores Hayashi y Saitou, de la Universidad de Kioto, en Japón, lograron hacerlo en ratones: usando una célula de la piel produjeron óvulos que, una vez fecundados e implantados en una hembra, generaron animales normales. Es fácil ver que si algún día pudiéramos aplicar este procedimiento en los humanos satisfaríamos las necesidades de muchas mujeres con problemas de fertilidad.
Pero vayamos un poco más allá. Nadie nos dice que, siguiendo los mismos principios, no pudiéramos intentar superar las limitaciones biológicas de nuestros cuerpos y crear espermatozoides a partir de una célula de una mujer, u óvulos utilizando la de un hombre. Esto significaría que dos personas del mismo sexo podrían tener un hijo que fuera la combinación genética de los dos, lo que las técnicas de fecundación asistida no nos permitirán nunca. Es una posibilidad de momento teórica que pronto dejará de serlo. Ahora piensen en las úlceras que este posible paso adelante en la normalización de las relaciones homosexuales provocará en Rusia, Uganda y los otros setenta y tantos países donde todavía existen leyes que criminalizan a gais, lesbianas y transexuales.
Parecía que sería algo que en el siglo XXI deberíamos superar, pero lo cierto es que la ciencia aún avanza más rápido que la sociedad, como ocurría en la edad media. De acuerdo que hemos evolucionado mucho desde entonces, pero acabamos de decir que vivimos en un planeta donde es frecuente legislar en contra de una variante biológica tan incontrolable como el color de los ojos o la altura. Mientras intentamos solucionar esta incongruencia, los laboratorios de todo el mundo ya están a años luz de distancia. ¿Qué tipo de conflictos creará un decalaje como este? ¿Seremos suficientemente maduros para aceptar un progreso que se opone frontalmente a las convicciones más atávicas? Realmente nos esperan unas décadas muy interesantes.
El Periódico, Opinión, 7/09/13. Versió en català.