Vivimos tiempos difíciles, de recortes inevitables y decisiones que a nadie le gusta tener que tomar. En este contexto, la educación superior es una víctima propiciatoria que, por desgracia, no se puede acoger al estatus de esencial que tienen áreas como la sanidad o la enseñanza básica (y que, a pesar de todo, tampoco las convierte en intocables). Si consideramos que las matrículas no cubren ni el 10% del coste real de un título, la triste realidad es que las universidades públicas acaban generando un gasto que un Estado empobrecido hoy en día no se puede permitir. Esto nos está llevando a un cambio de paradigma en toda Europa que puede tener consecuencias imprevisibles.
EN UN MUNDO ideal donde los presupuestos fueran inagotables, nadie discutiría que el acceso a la universidad fuera universal y gratuito. Pero esto es prácticamente imposible en la situación actual. Una salida fácil es disminuir las ayudas y dejar la universidad para quien se la pueda pagar. Esto nos acercaría al modelo de Estados Unidos, donde las posibilidades económicas determinan el acceso a las mejores instituciones. Pero el peligro de reconvertir las universidades en empresas, que es lo que acaba pasando cuando se reduce progresivamente la implicación estatal, es que los alumnos se transformen en consumidores. En Inglaterra, donde las universidades son concertadas, la reducción de la financiación pública se ha compensado permitiendo que las matrículas subieran de forma considerable. Y en algunos lugares ya se están encontrando con que los «clientes» ahora exigen un rendimiento proporcional a su inversión. Los títulos corren el peligro de dejar de ser testigos de un nivel avanzado de conocimiento para convertirse en unos servicios que se adquieren a cambio de una cuota, sin querer dedicar demasiado esfuerzo.
La política de puertas abiertas que nos lleva a presuponer que todo el mundo tiene el derecho a intentar graduarse, independientemente de sus habilidades, es sin duda más justa. Pero también tiene inconvenientes: la masificación acaba comportando una devaluación de las acreditaciones y un coste inmenso que el Estado no recuperará, un problema ejemplificado por los miles de licenciados que no harán ningún trabajo relacionado con lo que han estudiado. Quizá sería más productivo concentrar pocos medios y convertir la tarea del estudiante en una profesión como cualquier otra: que la practicaran los más diestros y que, idealmente, fuera remunerada, para que así se llevara a cabo sin tener que sufrir por cómo se alimenta o se logra cobijo.
Es por ello que el ministro Wert se equivoca intentando ahorrar con el dinero que se destina a las becas. Parece más lógico hacer lo contrario. En Inglaterra, por ejemplo, las universidades han aumentado considerablemente el número de las ayudas que dan. Esto, combinado con un sistema razonable de préstamos, ha hecho que la subida de matrículas no haya significado una bajada importante en el número de inscripciones.
Y es que la mejor manera de sacar un país de la miseria intelectual es asegurarse de que los recursos disponibles alcanzan a los que tienen más posibilidades de aprovecharlos. Elevar las matrículas puede ser un mal menor, siempre y cuando las becas se incrementen a la vez para asegurarnos de que las personas capacitadas no se ven privadas de desarrollar su potencial por una razón tan absurda como la económica. Estos son los cerebros que hay que proteger y financiar, no marginar.
Si no damos prioridad a la excelencia, las universidades corren el riesgo de convertirse en empresas dispensadoras de títulos para las élites económicas, un sistema que perpetuaría los abismos entre clases sociales, o bien en aparcamientos masivos para jóvenes que alargan el momento inevitable de entrar en un mercado laboral incierto a cambio de drenar los fondos del Estado. Para que los títulos universitarios recuperen su valor deben volver a ser certificados que indiquen que se han superado satisfactoriamente unos retos intelectuales, no que tus padres tienen suficiente dinero para pagar las facturas. Deben de ser una prueba de motivación, no de que no tenías nada mejor que hacer con tu vida durante aquellos tres o cuatro años.
LAS UNIVERSIDADES son una pieza clave del tejido social de un país y se deben cuidar. Son incubadoras de talento y uno de los principales generadores de conocimientos. Muchos nodos de investigación se organizan a su alrededor, y aportan buena parte de los contenidos científicos que tanto los estudiantes como la población general necesitan. Nos tienen que ayudar a seleccionar las mentes más capacitadas para llevar a cabo unas tareas esenciales para que una sociedad avance. Es una elección que debe hacerse con cuidado y sin malgastar recursos si queremos que un país pueda llegar tan lejos como le sea posible.