Albert Einstein tenía 26 años cuando, durante el famoso Annus mirabilis, comenzó a publicar los artículos que revolucionarían la concepción que tenemos del mundo que nos rodea. Werner Heisenberg enunció su principio de incertidumbre a los 25. Más o menos a la misma edad, Wolfgang Pauli y Paul Dirac ya habían hecho las contribuciones que los llevarían a ganar sus respectivos premios Nobel. Tanto Dirac como Einstein llegaron a decir que un físico podía considerarse muerto cuando pasaba de los 30. Un siglo después, ¿cuántos científicos contemporáneos podemos decir que hayan llegado a la cima antes de esta edad? Pocos. ¿La época dorada de la física teórica fue un golpe de suerte o es que los humanos somos cada vez menos inteligentes?
Es cierto que las genialidades ahora nos llegan más tarde. Un estudio reciente concluía que, desde 1980 a la actualidad, la media de edad de los investigadores en el momento de hacer los descubrimientos que les han reportado un Nobel es de 48 años, mientras que desde principios del siglo XX a 1980 era de unos 36. Si nos centramos solo en el de química, por ejemplo, en 1900 el 66% de los premiados había reunido méritos para ganar la medalla antes de los 40. En el año 2000 este porcentaje había bajado hasta cerca de cero. ¿Qué nos está pasando?
Sería demasiado fácil proponer que hay algo en la comida o en el aire que respiramos hoy en día que hace que se nos encallen las neuronas. Los motivos deben ser más complejos, y esto se hace evidente cuando consideramos todas las cosas que han cambiado en los últimos 100 años. Para empezar, el periodo de aprendizaje se ha alargado, sobre todo en las ciencias experimentales. Hay más conocimientos que se deben absorber, más técnicas complejas que es preciso aprender. Cada día sabemos más y lo que queda por descubrir está más escondido. A menudo se necesitan años y millones de euros para obtener suficientes datos para confirmar o refutar una hipótesis, mientras que antes experimentos más sencillos eran suficientes para proporcionar datos suficientemente relevantes (pero esta no es la única explicación: el retraso en los avances importantes se ha visto también en las ciencias teóricas). Además, está el tema de la saturación del mercado. No es extraño tener que hacer estudios posdoctorales de 10 años o más para poder conseguir una preciada plaza de investigador, cuando hace unas décadas era normal obtener la independencia apenas terminado el doctorado. Hay muchos más licenciados y el sistema no los puede absorber a todos, lo que hace que una buena parte acabe tirando la toalla antes de hacer ninguna contribución importante. Pero de todos modos, esto no debería impedir que continuaran sobresaliendo los más brillantes.
Quizá el mayor problema de nuestro tiempo es que vivimos a cámara lenta. Cuando a finales del siglo XIX nacía Einstein, la esperanza de vida global era de unos 30 años. Hoy en día está alrededor de los 67, más del doble. No sería de extrañar que esto retrasara la urgencia de lanzarse de cabeza a la vida que tenían nuestros antepasados. Leía el otro día en el blog de un amigo que Emily Brontë murió a los 30 años, John Keats a los 25, Bartomeu Rosselló-Pòrcel a los 24 y Egon Schiele a los 28. Al igual que los científicos que citábamos al principio, todos estos artistas aprovecharon al máximo su juventud. En cambio, ahora las etapas de desarrollo, la infancia y la adolescencia, se dilatan de manera considerable, hasta el punto de que nos encontramos una proporción elevada de individuos con edad biológica de ser abuelos que aún no han abandonado el núcleo familiar paterno ni se han independizado en ningún otro sentido. Nos da la sensación de que tenemos todo el tiempo del mundo para dejar nuestra huella, no tenemos ninguna prisa, y acabamos haciendo a los 30 años lo que nuestros bisabuelos hacían a los 20.
Se podría argumentar que los jóvenes del siglo XXI lo tienen más difícil, condenados a vivir en un mundo regido por unos valores que no comparten y que no les ofrece ninguna posibilidad de demostrar su valía. Pero dudo de que ninguno de ellos prefiriera haberse hecho hombres en medio de una guerra mundial y la crisis profunda de la consecuente posguerra. Oportunidades para sobresalir y cumplir tus objetivos siempre ha habido pocas, e indignarte cuando lo descubres no es la respuesta más útil. Lo que sí tenemos ahora es muchas más maneras de malgastar el tiempo. Parece que el ocio se haya convertido en el objetivo central de nuestra existencia más que en una actividad complementaria a la productividad. El hombre del siglo XXI está más satisfecho consumiendo que generando.
No caigamos en la tentación de creer que hace un siglo eran más listos o más afortunados. De hecho, es muy posible que fuera al revés. Una persona de 20 años hoy en día se puede comer el mundo. Es cuestión de levantarse temprano, como decía aquel, y trabajar duro en tu sueño. No hay que tener 30 para empezar a ponerte a ello.´