En una célebre entrevista televisiva del año pasado, Eduard Punset dijo que no estaba escrito que él debía morir. Esta frase me la han citado amigos y periodistas un montón de veces desde entonces, quizá en parte porque en mi laboratorio estudiamos el envejecimiento y la muerte celular. Por desgracia, sacada de contexto parece más una de esas máximas que te encuentras en las galletas de la suerte de los restaurantes chinos que un pensamiento con ánimos de estimular las neuronas, que con toda seguridad era la intención original. Así que he pensado que hoy aprovecharía este espacio para discutirla con calma y hacer justicia a un tema tan interesante. Que quede claro antes de empezar que le deseo una larga vida al señor Punset, y que el hecho de que haya contribuido más que nadie en este país a hacer llegar la ciencia a la gente de la calle merece todo el agradecimiento del mundo. Pero me temo que ni él ni yo ni nadie que lea este artículo puede escapar del destino que nos espera al final.
La idea de que podemos vencer a la muerte proviene sobre todo de una corriente liderada por el doctor Aubrey de Grey, un gerontólogo de Cambridge que hace unos años propuso que, si consiguiéramos proteger nuestras células de los elementos que las dañan, nada nos impediría vivir para siempre. Es cierto que nuestros organismos tienen una fecha de caducidad. Una serie de órdenes escritas en el genoma de las células las hace envejecer y morir en respuesta a agresiones y el paso del tiempo. Lo que en realidad dice el doctor De Grey es que debe haber una manera de evitar obedecerlas. Hace tiempo que buscamos en el laboratorio alguna forma de ejercer una insumisión al menos parcial a estas leyes y así poder alargar la esperanza de vida. La diferencia es que De Grey asegura que esto es posible hasta extremos que nunca antes nadie se había atrevido a proponer, en contra del dogma aceptado hasta ahora.
A lo largo de las épocas más oscuras de nuestra historia, la ciencia ha sobrevivido y ha avanzado gracias a unos cuantos inconformistas que iban contra el sistema. El heroísmo legendario de figuras como Galileo y Copérnico se ha filtrado a través de los siglos hasta imprimir en el imaginario colectivo la idea de que los pensadores más revolucionarios siempre deben luchar contra la incomprensión de políticos y académicos apoltronados que temen los cambios que los pueden dejar sin trabajo. Hay una parte de esta imagen que se ajusta a la realidad: los científicos más influyentes suelen ser los que saben ver más allá de las fronteras actuales del conocimiento. Pero debemos evitar caer en la generalización fácil: no todo el mundo con una hipótesis radical debe tener automáticamente razón. La biomedicina contemporánea avanza sobre todo por el trabajo progresivo de equipos coordinados de investigadores repartidos por todo el mundo, y no tanto gracias al individualismo de estrellas superdotadas. Los descubrimientos son más fruto de pequeños pasos incrementales que de grandes movimientos sísmicos originados por la chispa de una idea alocada que se enfrenta a la doctrina imperante en un momento dado.
Dar voz a los que proponen teorías rompedoras puede ser una forma interesante de generar diálogo, siempre y cuando detrás haya un razonamiento que cumpla las normas científicas más elementales. Muchos creen que las teorías del doctor De Grey tienen su lógica, aunque todavía no tenemos suficientes datos experimentales que nos permitan suponer que pueden ser ciertas. De momento no pasarían de ser ideas provocadoras que habría que validar. Pero otros expertos opinan que es un charlatán más cercano a la seudociencia que al rigor que se espera de un investigador y que solo haciendo un acto de fe se puede comulgar con su imaginativo punto de vista. ¿Y si tienen razón?
Debemos vigilar no poner en el mismo saco manzanas y naranjas con la excusa de la libertad de expresión y la obligación de presentar todos los puntos de vista de un debate. Hay razonamientos que simplemente pertenecen a diferentes disciplinas y no tiene sentido enfrentarlos, como la lucha absurda que han organizado entre la idea religiosa de un diseñador inteligente y el concepto científico de evolución. Es como si en una mesa redonda sobre las mejores novelas del siglo, de pronto alguien se pusiera a hablar de las Páginas Amarillas. Aunque tengan formato de libro, tenemos que saber ver que ni siquiera son literatura.
Los que saben más de estos temas aún no han acordado a qué lado de la frontera están las propuestas del doctor De Grey. Por eso debemos ser cautelosos y no hacer bandera de ellas sin dejar a continuación un espacio para alertar de las abundantes dudas razonables que generan. Mientras no se demuestre lo contrario, todos nuestros nombres están escritos con letras de oro en los archivos de Hades. Quizá algún día inventaremos una goma que nos permita borrarlos, pero yo no contaría con que ninguno de los aquí presentes lo llegue a ver.
El Periódico, Opinión, 22/10/11. Versió en català.
La idea de que podemos vencer a la muerte proviene sobre todo de una corriente liderada por el doctor Aubrey de Grey, un gerontólogo de Cambridge que hace unos años propuso que, si consiguiéramos proteger nuestras células de los elementos que las dañan, nada nos impediría vivir para siempre. Es cierto que nuestros organismos tienen una fecha de caducidad. Una serie de órdenes escritas en el genoma de las células las hace envejecer y morir en respuesta a agresiones y el paso del tiempo. Lo que en realidad dice el doctor De Grey es que debe haber una manera de evitar obedecerlas. Hace tiempo que buscamos en el laboratorio alguna forma de ejercer una insumisión al menos parcial a estas leyes y así poder alargar la esperanza de vida. La diferencia es que De Grey asegura que esto es posible hasta extremos que nunca antes nadie se había atrevido a proponer, en contra del dogma aceptado hasta ahora.
A lo largo de las épocas más oscuras de nuestra historia, la ciencia ha sobrevivido y ha avanzado gracias a unos cuantos inconformistas que iban contra el sistema. El heroísmo legendario de figuras como Galileo y Copérnico se ha filtrado a través de los siglos hasta imprimir en el imaginario colectivo la idea de que los pensadores más revolucionarios siempre deben luchar contra la incomprensión de políticos y académicos apoltronados que temen los cambios que los pueden dejar sin trabajo. Hay una parte de esta imagen que se ajusta a la realidad: los científicos más influyentes suelen ser los que saben ver más allá de las fronteras actuales del conocimiento. Pero debemos evitar caer en la generalización fácil: no todo el mundo con una hipótesis radical debe tener automáticamente razón. La biomedicina contemporánea avanza sobre todo por el trabajo progresivo de equipos coordinados de investigadores repartidos por todo el mundo, y no tanto gracias al individualismo de estrellas superdotadas. Los descubrimientos son más fruto de pequeños pasos incrementales que de grandes movimientos sísmicos originados por la chispa de una idea alocada que se enfrenta a la doctrina imperante en un momento dado.
Dar voz a los que proponen teorías rompedoras puede ser una forma interesante de generar diálogo, siempre y cuando detrás haya un razonamiento que cumpla las normas científicas más elementales. Muchos creen que las teorías del doctor De Grey tienen su lógica, aunque todavía no tenemos suficientes datos experimentales que nos permitan suponer que pueden ser ciertas. De momento no pasarían de ser ideas provocadoras que habría que validar. Pero otros expertos opinan que es un charlatán más cercano a la seudociencia que al rigor que se espera de un investigador y que solo haciendo un acto de fe se puede comulgar con su imaginativo punto de vista. ¿Y si tienen razón?
Debemos vigilar no poner en el mismo saco manzanas y naranjas con la excusa de la libertad de expresión y la obligación de presentar todos los puntos de vista de un debate. Hay razonamientos que simplemente pertenecen a diferentes disciplinas y no tiene sentido enfrentarlos, como la lucha absurda que han organizado entre la idea religiosa de un diseñador inteligente y el concepto científico de evolución. Es como si en una mesa redonda sobre las mejores novelas del siglo, de pronto alguien se pusiera a hablar de las Páginas Amarillas. Aunque tengan formato de libro, tenemos que saber ver que ni siquiera son literatura.
Los que saben más de estos temas aún no han acordado a qué lado de la frontera están las propuestas del doctor De Grey. Por eso debemos ser cautelosos y no hacer bandera de ellas sin dejar a continuación un espacio para alertar de las abundantes dudas razonables que generan. Mientras no se demuestre lo contrario, todos nuestros nombres están escritos con letras de oro en los archivos de Hades. Quizá algún día inventaremos una goma que nos permita borrarlos, pero yo no contaría con que ninguno de los aquí presentes lo llegue a ver.
El Periódico, Opinión, 22/10/11. Versió en català.