A menudo nos cuesta describir la normalidad. Quizá porque el concepto lleva implícito un juicio de valor: parece que deba ser sinónimo de correcto. Sin embargo, se trata solo de una definición estadística: normal es lo más frecuente. Esto no convierte algo en mejor ni peor, solo en común. Es cierto que muchos hacen de la normalidad un objetivo deseable en esta vida. Para otros, por contra, se trata de un demonio del que hay que huir. La paradoja es que sin aceptarla no podríamos diferenciar lo que se sale de lo habitual. No podríamos apreciar las singularidades. Y es precisamente en estos puntos que rehuyen la norma donde están los misterios científicos más interesantes que esconde nuestra especie.
Los investigadores estamos acostumbrados a trabajar con lo que llamamos la campana de Gauss. Es una gráfica en forma de montaña simétrica que representa los diferentes valores que encontramos en una muestra cualquiera. Por ejemplo, los cocientes intelectuales de una población suelen distribuirse siguiendo la famosa campana: la mayoría de cifras estarán alrededor de la media (el pico de la montaña), mientras que cuanto más nos alejemos del centro de la gráfica, hacia un lado o hacia el otro, menos puntos encontraremos. Los valores extremos son los más raros.
A menudo rechazamos por sistema precisamente esos puntos que se encuentran en los márgenes de la muestra. Los resultados muy altos o muy bajos son poco habituales y, lo que es peor, difíciles de explicar. Lo que hacen es añadir ruido: dispersar los datos y empañar las posibles conclusiones. Es más fácil etiquetarlos como errores de medida o simples anomalías accidentales y no tenerlos en cuenta. De esta forma, la normalidad queda mucho más homogénea y así podemos entender mejor, por ejemplo, qué efecto tiene cierta sustancia química sobre un grupo de personas, si funciona o no en la mayoría de los enfermos.
Pero quizá con este gesto artificial de querer cuadrar la naturaleza estamos eliminando los especímenes más interesantes de todos. Los que no responden al fármaco, por ejemplo, o los que responden a él de forma exagerada. No tienen ninguna utilidad estadística, es cierto, porque no pasan de ser anécdotas, pero esas singularidades pueden tener la clave para responder por la vía más directa a algunas de las preguntas que nos estamos planteando. Ahora que somos capaces de leer de arriba abajo el genoma de cualquier individuo con un coste razonable, nada nos impide buscar cuál es la variación genética que ha hecho que una persona sea especial. Esto podría ayudarnos a entender incluso qué genes nos protegen contra una enfermedad o cuáles nos hacen ser más propensos a ella.
Uno de los ejemplos más evidentes de singularidades médicamente valiosas son los controladores de élite, un porcentaje bajísimo de la población que es capaz de frenar la inexorable progresión del virus de la inmunodeficiencia humana una vez se ha infectado. ¿Qué es lo que los hace diferentes del resto, que sin la ayuda de los fármacos son incapaces de evitar que el VIH les acabe destruyendo el sistema inmunitario? Es fácil darse cuenta de que descubrirlo podría ser la clave para diseñar una vacuna o un nuevo tratamiento que se pudiera aplicar al resto de seropositivos. Por eso últimamente se han invertido muchos esfuerzos en buscar las características genéticas específicas que hacen que los controladores sean resistentes. Ya tenemos algunos resultados prometedores.
Las personas que reaccionan de forma inesperada a un estímulo existen en cualquier medida que realicemos. Son, en realidad, una característica típica de la humanidad. No olvidemos que ha sido precisamente la aparición de variantes inusuales, los mutantes que por azar han resultado ser más competitivos, lo que nos ha permitido sobrevivir y avanzar como especie. Además, a lo largo de la evolución ha habido una serie de embudos que han eliminado a buena parte de la población. El sida podría haber sido uno de ellos. Si no dispusiéramos de los conocimientos necesarios para detectarlo, prevenirlo y tratarlo, sería una pandemia que podría acabar diezmando a la humanidad. Las singularidades resistentes, los controladores de élite, podrían acabar entonces siendo los únicos supervivientes y pasar en unas pocas generaciones de ser una rareza a convertirse en la nueva normalidad. Seguramente somos hijos de alguna de esas singularidades afortunadas que hace miles de años pudo escapar de un mal contra el que la mayoría no tenía suficientes defensas.
Acabar en el cajón de las anomalías es, desde el punto de vista del individuo, una cuestión de suerte. Buena o mala, según el extremo de la campana donde te encuentres. Para el resto de la humanidad, que haya personas en los márgenes de las gráficas es todo un regalo. A menudo preferimos ignorar las singularidades que ponen a prueba nuestra forma de entender este mundo. Pero podrían llegar a ser la fuente de conocimiento más importante que tenemos.
Opinión, El Periódico, 18/6/11. Versió en català.