Los humanos somos animales con una habilidad peculiar: ser conscientes de nuestra existencia. Este es un don que nos ha permitido llegar más lejos que ningún otro ser vivo, pero a la vez es también un quebradero de cabeza fenomenal, porque saber que existes implica entender que la vida es finita. Naturalmente, esta obsolescencia programada nos genera una gran ansiedad. A lo largo del tiempo hemos intentado encontrar una solución al problema, o al menos algo que lo hiciera más soportable. Crear las religiones ha sido el principal logro que podemos aducir en este campo, a pesar de que tienen unos efectos secundarios a veces más nocivos que el daño que quieren tratar.
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La búsqueda del sustrato de la conciencia ha preocupado a filósofos y científicos durante siglos, pero no ha sido hasta la llegada de las nuevas técnicas de imagen que hemos podido empezar a acotar un poco su estructura biológica. La herramienta principal que usamos es la tomografía por emisión de positrones (conocida como PET, por sus siglas en inglés), una serie de radiografías computerizadas que permiten determinar qué células están trabajando en un momento dado gracias al hecho de medir cuánta glucosa consumen. Esta técnica, que inicialmente se utilizaba sobre todo para detectar células cancerosas, se ha convertido en indispensable para localizar las funciones cerebrales: es precisamente gracias a la PET que hemos cartografiado qué trabajo hace cada área del cerebro.
A finales de mayo se supo que unos científicos de la Universidad de Copenhague habían utilizado la PET para tratar de cuantificar la conciencia. En su estudio, publicado en la revista Current Biology, midieron la actividad de las neuronas de pacientes anestesiados, en coma, en estado vegetativo permanente o con otros trastornos similares, y la compararon con la imagen obtenida de personas sanas y despiertas. El resultado de los análisis es un mapa del metabolismo cerebral perfectamente correlacionado con el grado de conciencia que exhibe un individuo. La principal aplicación de este trabajo es la posibilidad de medir la gravedad de la desconexión de una mente. Esto servirá para predecir si alguien se recuperará de un coma o no, entre otras cosas, y debería permitir una mejora en la atención de estos enfermos, porque reconoceremos cuáles de ellos son capaces de percibir los impulsos del mundo exterior aunque no reaccionen.
Aparte de la utilidad clínica, el trabajo es innovador porque representa el primer intento de fotografiar el alma. En este sentido, la principal conclusión que se puede sacar leyendo el artículo es que no hay ningún área del cerebro que tenga la exclusiva sobre la conciencia. Así como el habla o la visión se localizan en zonas concretas del córtex, la conciencia estaría determinada por la actividad metabólica conjunta de todo el cerebro. Una mente en profunda inconsciencia exhibe solo el 38% de la actividad de una normal, por ejemplo. Dicho de otro modo, esta capacidad de saber que existimos y que formamos parte del mundo que nos rodea es un trabajo de equipo y no está circunscrita a la función de un solo grupo de neuronas específicas.
Hay quien cree que la demostración definitiva de que la conciencia tiene un origen físico y no divino la obtendremos cuando construyamos el primer ordenador que sepa que existe, uno de los objetivos primordiales de quienes trabajan en inteligencia artificial. Si la conciencia está definida por una serie de neurotransmisores e impulsos eléctricos intercambiados entre células, en principio deberíamos ser capaces de copiarla usando circuitos, conexiones y los programas adecuados. Pero los nuevos resultados indican que la complejidad requerida para alcanzar este estado podría ser inalcanzable. A pesar de que hemos conseguido que las máquinas vean, escuchen o hagan cálculos complejos, la fórmula de la conciencia requiere demasiadas neuronas trabajando juntas como para que, de momento, podamos pensar en reproducirla. Al menos nos podemos consolar pensando en cuán especiales nos convierte eso.
[Publicado en El Periódico, 11/06/16. Versió en català.]
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