lunes, 8 de octubre de 2012

Somos y seremos manipulables


He leído un artículo que me ha inquietado. Es un estudio de unos científicos de la Universidad de Lund, en Suecia, publicado en la revista PLoS One la semana pasada. El experimento es sencillo. Dan a una serie de voluntarios una encuesta donde se les pide su opinión sobre temas polémicos, desde la prostitución al conflicto entre Israel y Palestina. Son cuestiones sobre las que todos suelen tener una preferencia clara. Los participantes reciben el formulario sobre una mesita de madera, con las preguntas a la izquierda de la página y las posibles respuestas a la derecha. Aquí viene el truco. Sin que se den cuenta, cuando pasan página después de contestar, la banda de la hoja donde estaban las preguntas pega con la cara posterior de la tableta y deja al descubierto otro grupo de preguntas que estaban escondidas debajo y son opuestas a las originales. Por ejemplo, donde ponía «¿debería estar prohibido el aborto?», ahora dice «¿debería estar permitido el aborto?» Las respuestas quedan igual, siguen siendo las mismas. Y ahora el trozo que da miedo: cuando devuelven la hoja y los investigadores les piden que lean la pregunta y justifiquen la opción que han elegido, un 53% de los voluntarios defienden muy convencidos lo que ven escrito, es decir, justo lo contrario de lo que opinaban cuando contestaban el cuestionario.
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Esto demuestra que con un simple juego de manos podemos cambiar, al menos temporalmente, las convicciones morales que se supone que una persona debe tener fuertemente interiorizadas. Asusta un poco que sea tan fácil alterarle los principios a alguien. Y también fascina ver la capacidad inagotable de los seres humanos de dejarnos manipular, tanto a título personal como cuando formamos parte de una masa. El artículo me ha hecho pensar sobre todo en la fragilidad del sistema democrático, que cuenta precisamente con la capacidad del ciudadano de decidir su destino según lo que le dictan las creencias personales. Será porque en este momento de inflexión de nuestra historia, que aún no sabemos a dónde nos llevará, cuesta hablar de algo que no esté relacionado con la política.
Para empezar, el estudio nos dice que podemos empujar a alguien a responder lo que queramos. No es ninguna novedad, cierto, pero detengámonos un momento a considerar cómo las encuestas pueden influir en el voto. Si te convencen de que un partido sacará mayoría absoluta, tal vez te dejarás llevar por la corriente y lo votarás o quizá ni te tomarás la molestia de salir de casa. Ambas cosas pueden cambiar el resultado de unas elecciones. Por lo que hemos explicado, hay muchas formas de conseguir los resultados que esperas cuando le das un cuestionario a alguien. Uno puede sospechar de este tipo de partidismos, pongamos por caso, cuando compara las previsiones para la próxima cita que los catalanes tenemos con las urnas publicadas estos días. En una encuesta un partido saca mayoría absoluta y en otra tiene nueve escaños menos. Quizá es un margen demasiado grande para obedecer a un error estadístico, sobre todo si consideramos cómo encaja cada resultado en la ideología del medio que la imprime.
No es un caso aislado: el uso de la manipulación sutil para hacernos comulgar con ruedas de molino es el pan de cada día de la política. Si hay estudios que demuestran que elegimos el líder que mejor habla o mejor planta tiene, no el más capacitado para el trabajo, no es de extrañar que después aceptemos cegados decisiones propias de un partido de derechas cuando estamos convencidos de que votamos a izquierdas. O al revés. No es culpa de los políticos, sino de nuestro cerebro, que da más relevancia a las apariencias que a los contenidos de un programa. Por eso en manos de alguien con suficientes conocimientos de márketing podemos acabar siendo víctimas propiciatorias en el altar de la democracia que tanto reverenciamos. Esto nos aleja de las nobles ideas incubadas en la Atenas del siglo VI antes de Cristo. Quizá el punto más distante lo hemos visto hace poco cuando, ante la aquiescencia de muchos, líderes supuestamente democráticos invocaban la fuerza, o incluso las leyes que deben preservar la salud del sistema, para evitar precisamente que la gente ejerza el derecho a opinar sobre su futuro. Todo ello indica que los principios originales sobre los que se construye el gobierno del pueblo son fácilmente pervertibles si uno es lo suficientemente pícaro para aplicar un poco de prestidigitación y sofisma para sacar provecho de la debilidad biológica de la voluntad humana.
Vista con ojos de científico, a la democracia se le pueden encontrar muchos puntos oscuros. El problema es que la psicología y la estadística solo nos permiten describir las pegas, no aportar soluciones. Quizá los politólogos deberían sentarse algún día a diseñar un sistema que fuera más impermeable a la tendencia innata a ser manipulados que tiene nuestra especie. Si es que esto es posible.
El Periódico, Opinión, 1/9/12. Versió en català.