Tradicionalmente, el papel del hombre a la hora de engendrar descendencia se ha considerado poco relevante. Es cierto que aportamos a ello un imprescindible 50% del material genético, pero mientras que la mujer dedica nueve meses a pasear el embrión dentro del vientre, con todas las incomodidades que eso conlleva, nuestro trabajo se limita a los breves instantes de la fecundación, que es la parte menos molesta del proceso. La madre tendrá que sufrir privaciones y seguir una serie de normas si quiere hacer todo lo posible para garantizar que el organismo que lleva dentro se forma de la mejor manera posible. La razón es clara: todo lo que afecta a la incubadora influye directamente en la criatura que está gestando en su interior. En cambio, el padre no debería preocuparse por los efectos que su estilo de vida puede tener en la siguiente generación.
Pero cada vez hay más pruebas que sugieren que los hombres pasamos a los hijos algo más que un grupo de genes más o menos inmutables. Por ejemplo, un estudio aparecido recientemente en Nature Neuroscience, hecho en ratones, demuestra que las situaciones de estrés alteran de forma permanente el ADN de los espermatozoides, haciendo que fabriquen más cantidad de unas sustancias llamadas microARNs. Los descendientes de estos animales estresados tienen más de estos microARNs circulando en sangre, y eso influiría en el hecho de que presenten comportamientos depresivos y otros problemas. Así pues, parece que nuestros traumas podrían acabar formando parte de la herencia familiar.
El entorno no solo marca el ADN que el padre transmite a los hijos, sino que después de nacer también puede afectar directamente al genoma de las criaturas durante los primeros años de vida. Lo propone un artículo publicado hace un par de meses en la revista PNAS, que dice que los niños que crecen en un entorno socialmente inestable exhiben una serie de cambios medibles en los cromosomas, concretamente en las partes llamadas telómeros. Los telómeros de los individuos que provienen de familias desestructuradas y con limitaciones culturales y económicas son un 19% más cortos, un déficit que no se puede recuperar nunca más. Como la longitud de los telómeros se ha relacionado últimamente con la esperanza de vida y el estado general de salud, el estudio sugiere que estos niños adquieren una desventaja biológica a partir del momento en que nacen y que ya no se la podrán quitar de encima por mucho que se esfuercen.
Sin embargo, es innegable que las intervenciones en edades tempranas tienen un impacto sustancial a largo plazo. Hace tiempo que se ha observado que, si se enseña a los padres a cuidar de sus hijos de la manera adecuada, las consecuencias se ven décadas después. El ejemplo más reciente aparece en un trabajo de un número de mayo de la revista Science donde se miden los efectos que tuvieron las visitas semanales de un trabajador social a familias de los barrios más económicamente degradados de la isla de Jamaica durante los años 80. Los científicos han podido seguir el progreso de la mayoría de los niños que participaron en aquella campaña y han visto que, más de 20 años después, los que se beneficiaron del programa tienen un cociente intelectual más alto, sacaron mejores notas en la escuela y ganan un 25% más que los que no pudieron acceder a él. Esto hace que ya se puedan equiparar con la media de la población del país. Es decir, un sencillo programa de apoyo a las familias pobres, que se basa principalmente en proporcionar libros y juguetes a los padres y enseñarles a estimular y hacer leer a sus hijos, puede erradicar algunas de las diferencias que limitan las posibilidades futuras de un grupo social concreto.
Todos estos resultados nos recuerdan que lo que hacemos durante el inicio de la vida de una persona (e incluso antes del nacimiento) tiene una relevancia sorprendente en las capacidades intelectuales y cognitivas que poseerá una vez sea adulto. Está claro que no todo nos viene definido por los genes, como se pensaba antes. Esto quiere decir que la lucha por la igualdad debe comenzar en la cuna, limando tanto como sea posible los desequilibrios que se inscriben indeleblemente en la biología de los seres humanos.
Los niños son el activo más importante que tiene nuestra especie. Es evidente que nuestro avance depende de cómo los eduquemos, pero debemos pensar que también hay otros factores que afectarán de manera importante a cómo evoluciona una sociedad, en especial los que dejan una huella invisible pero permanente en las células de las criaturas. Estos cambios definen qué tipo de futuro será capaz de construir una generación. Deberíamos tenerlo muy presente y esforzarnos en garantizar que, por el bien de todos, el acceso a una infancia estimulante sea realmente uno de los derechos humanos más inviolables.