lunes, 7 de diciembre de 2015

La tiranía de la belleza

El leñador enmascarado es un pequeño pájaro que vive en América. Se caracteriza porque luce unas plumas negras alrededor de los ojos (la máscara) y un amarillo intenso sobre el pecho. Hace unos meses, unos científicos descubrieron que, en la zona de Nueva York, las hembras preferentemente eligen para aparearse a los machos que tienen la mancha amarilla del pecho más grande y brillante. En cambio, en Wisconsin se fijan más en el tamaño de las máscaras. Aunque a primera vista pueda parecer un hecho trivial, este descubrimiento confirma, una vez más, la importancia biológica de la belleza y nos permite hacer dos consideraciones.

La primera, la aleatoriedad aparente de las leyes de la atracción. Parece que solo el azar pueda explicar que comunidades de la misma especie tengan gustos estéticos tan distintos por el solo hecho de vivir unos cientos de kilómetros aparte. Y la segunda, que en el fondo todo esto no es tan arbitrario como parece: lo que vemos en la superficie es un reflejo de lo que pasa dentro del cuerpo. En el caso del leñador, se ha comprobado que las dimensiones y calidad tanto de la máscara negra como del pecho amarillo se asocian a tener un sistema inmunitario más potente, un rasgo que demuestra buena salud y garantiza mejor descendencia.

Este es un buen argumento para desmontar la máxima que dice que la belleza física es un solo rasgo superficial. Al contrario: normalmente suele ser la manifestación visible de alguna característica escondida pero biológicamente muy relevante, que permite reconocer a los individuos más aptos para procrear. Los principios que rigen el comportamiento de los pájaros los vemos también en el resto de animales que se reproducen sexualmente, entre ellos nosotros mismos. Desde los leñadores a los pavos reales, pasando por las mariposas o los humanos, el interés que sentimos por la belleza del sexo contrario, ya sean las vistosas plumas de una cola, los dibujos de unas alas o la anchura de unas caderas, determina cómo combinaremos nuestros genes y, por tanto, es una herramienta muy poderosa para la selección natural.

Darwin ya se dio cuenta del profundo impacto que la belleza tiene en la evolución de las especies, pero con el tiempo puede que nos hayamos olvidado de su misión original. Cuando hablamos ahora de la belleza, a menudo es para decir que está sobrevalorada o para quejarnos de las sociedades que la enaltecen en exceso. Denunciamos que vivimos en un mundo hipersexualizado, que pone un peso excesivo en el físico, hasta el punto de convertirnos en esclavos de nuestra imagen, en seres vacíos y ufanos, pero lo consideramos un problema eminentemente cultural. En cambio, como hemos visto, presumir de los atributos del cuerpo tiene unas bases biológicas muy sólidas y compartidas con organismos de todo el espectro del árbol de la vida.

En otros artículos ya he insistido en que, para entender cómo pensamos y actuamos los humanos, no debemos fijarnos solo en las complejidades de nuestro tejido social, sino que muchas veces las explicaciones las podemos encontrar en la biología. Porque, al fin y al cabo, antes que seres civilizados hemos sido (y seremos siempre) animales. Por ejemplo, la importancia que damos a la belleza femenina no es solo una moda, sino que se cree que es una consecuencia directa de haber adoptado la monogamia. En especies promiscuas en las que un macho se aparea con todas las hembras que se dejan, la presión por ser más guapos la sufren solo ellos. Por tanto, la competencia hace que estos machos desarrollen trucos vistosos para llamar la atención de las parejas potenciales y poder así ser los escogidos. En cambio, en las especies monógamas los machos también ejercen su derecho a escoger, y por lo tanto las hembras experimentan la misma presión para ser atractivas.

Pero esto no quiere decir que nos tengamos que conformar. Somos, de hecho, la única especie que ha encontrado la manera de escapar del yugo de la naturaleza. Tenemos ejemplos con inventos como la democracia, que pervierte el dominio absolutista del macho alfa, tan propio de los primates, o la medicina, que evita que dependamos de la supervivencia preferente de los individuos más sanos. Si de verdad queremos librarnos de la tiranía de la belleza y que deje de tener un papel tan central en las interacciones personales, habrá que hacer algo más que luchar contra el machismo atávico, presente en mayor o menor medida en cada sociedad, que a menudo se invoca como único culpable: ambos sexos nos tendremos que esforzar, porque es un patrón de comportamiento que está bien arraigado en nuestros instintos más ancestrales. La reproducción ha sido durante milenios el objetivo principal de nuestra existencia, como lo es de la de cualquier otro ser vivo. Ponerla en un segundo plano no es un objetivo que se pueda conseguir de la noche a la mañana, pero tampoco debe ser imposible.

[Publicado en El Periódico, 31/10/15. Versió en català.]

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Sí, la carne causa cáncer

Esta semana es obligatorio hablar del aviso de la OMS según el cual la carne procesada pasa a engrosar el conjunto de cosas que sabemos con seguridad que causan cáncer, y la roja entra en el club de las muy sospechosas. Las reacciones han sido de todo tipo, desde las sorprendidas a las horrorizadas, pasando por las descreídas y las jocosas. Pero ¿qué actitud debemos adoptar realmente ante este anuncio? Aprovecharé el artículo de hoy para intentar aclararlo.

Primero, hay que decir que esto es el clásico ejemplo de una no noticia. Que un consumo excesivo de carne roja y, sobre todo, procesada aumenta el riesgo de padecer ciertos tipos de cáncer, especialmente el de colon, se sabe desde hace años. Sin ánimos de hacerme propaganda, lo explicaba en el libro ¿Què és el càncer i perquè no hem de tenir-li por, publicado en el 2010, y ya entonces era un consenso ampliamente aceptado en la comunidad de los que trabajamos en este campo. ¿Qué ha cambiado ahora? Solamente que la OMS ha oficializado este conocimiento a través de la IARC (Agencia Internacional para la Investigación sobre el Cáncer), un proceso que, como todos los que dependen de la política, son largos y requieren extensas confirmaciones y deliberaciones. Por esta razón ha tardado tanto.

Sea una novedad o no, ¿quiere decir esto que debemos dejar de comer carne? En absoluto. Las recomendaciones para disminuir las posibilidades de sufrir un cáncer siguen siendo las de siempre. Entre ellas, tomar el sol con cuidado, beber poco alcohol, recortar la sal, no fumar, hacer ejercicio moderado y seguir una dieta equilibrada, con más fruta y verduras que alimentos procesados ​​y carne roja. Entonces, ¿por qué si el tabaco está en el mismo grupo que el alcohol, el sol y las carnes procesadas (el de carcinógenos demostrados) no decimos que se puede fumar «con moderación»? Este es el punto clave que nos perderemos si nos quedamos solo con los titulares de la noticia: la lista de la OMS no especifica que estos tóxicos no son igual de potentes. Es cierto que se ha comprobado que todos ellos aumentan el número de cánceres, pero lo hacen de manera diferente.

En el fondo, es un tema de dosis. En la lista negra hay compuestos químicos que, usados ​​en las cantidades adecuadas, son unos fármacos excelentes, pero en concentraciones más altas causan tumores. Del mismo modo, las sustancias que contiene un cigarrillo son mucho más concentradas y peligrosas que las que encontramos en una longaniza: uno de cada cinco cánceres es culpa del tabaco, mientras que solo uno de cada 33 estaría influido por la carne procesada o roja. Si usamos el sentido común y no nos hartamos de estos productos, el riesgo será bajo. Fumar, en cambio, no tiene excusa.

Si el comunicado de la OMS ha servido para reavivar el interés por unas máximas que, de tan repetidas, parecía que ya nadie quería escuchar, pues bienvenido sea. Porque uno de los problemas que tenemos médicos y divulgadores cuando hablamos del cáncer es que la verdad no es nada atractiva. Estos consejos que les he resumido son los únicos que sabemos con seguridad que funcionan, pero tienen poco que hacer al lado de enzimas prodigiosas y dietas anticáncer que prometen curaciones milagrosas y protecciones absolutas contra todos los males con un esfuerzo mínimo. Por desgracia, la vida real no funciona así.

De acuerdo que se han hecho muchos experimentos con el té verde, la curcumina, el resveratrol y otros compuestos, pero todavía no se ha demostrado con certeza que alguno de ellos nos proteja. Y del mismo modo que decimos que comer sin excesos puede limitar notablemente las probabilidades de enfermar, también sabemos que no va a curar un tumor una vez ha aparecido. El cáncer es un proceso complicadísimo, que sabe sacar toda la ventaja de los mecanismos de selección natural para esquivar los obstáculos que le ponemos. Si por desgracia sufrimos uno, debemos confiar en la medicina. Es más efectiva de lo que parece: más de la mitad de personas se curan con las herramientas que tenemos hoy en día, y el porcentaje seguirá aumentando. El resto de propuestas que hay pueden ayudar a hacernos sentir mejor, que también es muy importante, pero poco más.

Cualquier prevención tendrá un gran impacto en reducir el número de cánceres. Reconozcámoslo y modifiquemos, si es necesario, nuestros hábitos. Pero de una forma razonada: no hacen falta regímenes estrambóticos, antioxidantes, alfabéticos o por colores, solo lo que hemos dicho. Y no vale hacer lo correcto de vez en cuando o cuando ya es tarde: el cáncer se desarrolla a lo largo de décadas y hay que actuar cuanto antes. Por lo tanto, haga usted todas las bromas que desee sobre el hecho de comer jamón y tocino, pero si es de los que consumen más de 70 gramos al día de carne roja o procesada, es un buen momento para empezar a pensar en cambiar de costumbres.

[Publicado en El Periódico, 31/10/15. Versió en català.]

martes, 13 de octubre de 2015

Las raíces de la corrupción

Los días después de unas elecciones son como un cursillo acelerado de estadística. Incluso los que odian las matemáticas se lanzan a interpretar cifras desde todos los ángulos posibles y se tragan cantidades ingentes de diagramas con la misma naturalidad con la que normalmente miran la previsión meteorológica. Cuando los resultados son ajustados, como los del domingo pasado, aún es más patente que con un poco de imaginación puedes convertir un dato objetivo, como es un número concreto de votos, en un argumento para justificar prácticamente cualquier conclusión que quieras. En este sentido, algunos líderes políticos españoles han demostrado estos días una capacidad creativa encomiable. Si los ciudadanos tuviéramos unos conocimientos numéricos más sólidos, no les sería tan fácil hacer pasar gato por liebre, y esto es otro ejemplo de que la ciencia nos hace más libres.

La ciencia también nos puede ayudar a entender las decisiones que tomamos cuando votamos o cuando los políticos negocian pactos. Por ejemplo, un factor que ha influido de manera importante en esta campaña ha sido la corrupción.En parte por culpa de esto, los partidos con más recorrido han perdido atractivo frente a las opciones nuevas, que juegan con la ventaja de no haber tenido aún acceso a suficiente poder para mancharse el expediente. Además, uno de los obstáculos para llegar a un acuerdo en el bloque independentista es la incomodidad de la figura de Artur Mas que, aunque cuando le han imputado ha sido por otro tema, algunos ven como el heredero directo de años de corrupción acumulada en CiU.

El rechazo a las personas que han sido pilladas engañando es una reacción instintiva del ser humano, como han puesto de manifiesto cientos de estudios, y no es extraño que determine una elección. El tejido social, de hecho, se sostiene en buena medida gracias al primitivo sentimiento de justicia que los humanos (y otros animales) llevamos integrado, que nos empuja a penalizar a los que perjudican a los demás para obtener algún rédito personal. Aunque la corrupción provoca indignación generalizada, esto no impide que la tendencia al engaño sea también muy común, a pesar del castigo que conlleva el que te descubran. A pesar de lo que pueda parecer, la corrupción no es patrimonio exclusivo de un lado del espectro ideológico o de una región del mapa.

Sin ir más lejos, la historia de los últimos 40 años de política española nos demuestra que no hay nada más democrático y transversal que las ganas de apropiarse ilícitamente de bienes que no te corresponden. Una de las razones podría ser una tendencia biológica, impresa en nuestros circuitos a lo largo de la evolución, que nos empujaría hacia el lado oscuro sin que nos diéramos cuenta.

Esto es lo que sugiere un artículo publicado este verano por Ori Weisel y Shaul Shalva en la revista PNAS. El experimento que hicieron es sencillo: un voluntario tira un dado en secreto y le dice el resultado a un segundo voluntario, que entonces tira su dado, también en secreto, y le dice al primero qué número le ha salido. Si el número coincide, se les entrega una recompensa económica igual a ambos. El que hace de banca no verá nunca los resultados que dan los dados y se cree lo que le dicen. En este contexto, es muy fácil mentir para obtener un beneficio, y eso es exactamente lo que pasaba: al final del experimento había el 489% más coincidencias entre los dados que lo que había que esperar estadísticamente. Pero lo más curioso era que si se hacía que el beneficiado fuera solo uno de los jugadores, las trampas se reducían sustancialmente. Es decir, saber que una mentira resultará provechosa no solo a ti mismo sino también a tus compañeros, hace que a menudo uno prefiera la ganancia común antes que ser honesto.

ESTAFA EN EQUIPO

Aunque la colaboración es en general buena y ha sido esencial para el progreso de la humanidad, el estudio nos indica que también puede tener este elemento negativo de alentar trampas entre grupos de personas. Es una propuesta interesante, porque nos dice que la corrupción no depende solo de la avaricia, sino que se amplifica gracias a que somos cooperativos por naturaleza. La figura del ladrón solitario sería menos frecuente que la del que estafa en equipo con sus amigos y se reparte el botín equitativamente. Eso explicaría que gobiernos, grandes corporaciones y otras estructuras similares sean un caldo de cultivo para engaños de este tipo, la combinación perfecta entre la oportunidad y la estructura social adecuada para aprovecharla.

Los humanos hemos aprendido a luchar contra los impulsos biológicos y lo tenemos que seguir haciendo. Además, hay que identificar a los corruptos y asegurarse de que pagan por su crimen, pero también evitar generalizaciones y asumir que todo el mundo con acceso al poder es necesariamente culpable.

[Publicado en El Periódico, 3/10/15. Versió en català.]

martes, 15 de septiembre de 2015

Qué votamos cuando vamos a votar

Se acercan unas elecciones que probablemente definirán el futuro del país más allá de los cuatro años que habitualmente duran los ciclos políticos. Es normal, pues, que los votantes estemos meditando con especial cuidado qué opción nos conviene más, a la vez que los candidatos están redoblando los esfuerzos para hacer llegar su mensaje al máximo de gente. Pero debemos ser conscientes de que la democracia es más que eso, ciudadanos mayores de edad eligiendo el programa que más nos apetece entre todos los que nos presentan. Hay factores que hacen que no se trate simplemente de una elección basada en el libre albedrío y que, por tanto, podrían distorsionar los principios básicos de la democracia. El problema es que cuando los griegos diseñaron este sistema de gobierno hace unos milenios no tuvieron en cuenta un pequeño detalle: la biología.

Los humanos creemos que tomamos decisiones de una manera libre, pero en realidad el inconsciente juega un papel decisivo. En el caso que nos ocupa, hay estudios que demuestran que una serie de estímulos subliminales, la mayoría relacionados con las apariencias, pueden decantar una decisión política. Se ha comprobado, por ejemplo, que la imagen puede conseguir más votos que el currículum. Un artículo que causó revuelo, publicado en la revista Science en el 2004, demuestra que predecimos sin darnos cuenta la competencia de un candidato basándonos solo en su cara, no en su experiencia, y que esa valoración la hacemos rápidamente durante el primer segundo que estamos expuestos a la imagen de ese político. Es más: vieron que esto había influido de forma importante en los votos de las elecciones norteamericanas. Las primeras impresiones cuentan más de lo que pensamos.

Hay otro parámetro que también juega un papel clave: la voz. Hace tiempo que se sabe que tendemos a votar a los políticos con la voz más profunda, sean hombres o mujeres. A principios de agosto, un artículo publicado en la revista PLOS One lo confirmaba: bajando mecánicamente la frecuencia de la voz, los científicos conseguían que más voluntarios eligiesen un candidato en unas elecciones simuladas. Proponen que una de las razones sería que relacionamos automáticamente el timbre bajo con ser más fuertes, más capaces e incluso más honestos. Tiene una parte de lógica: la gravedad vocal es una señal que se corresponde con tener niveles más altos de testosterona, la hormona que se relaciona con la musculatura y la agresividad. Naturalmente, las cualidades de fuerza física tienen una utilidad mínima en la arena política actual, pero nuestro inconsciente las considera importantes en el liderazgo porque todavía se rige por los principios que funcionaban cuando vivíamos en cavernas. En aquella época, seguir a alguien que pudiera abrir de un garrotazo la cabeza del jefe de la tribu vecina era bastante conveniente. Hoy en día quizá nos convendría más fijarnos en otras habilidades, pero la realidad es que nos cuesta desconectar estos instintos. v Los políticos lo saben, todo eso, ya sea por experiencia directa o por haber leído estos artículos. Solo teniendo en cuenta los elementos biológicos se puede entender que alguien con un discurso tan nefasto como Donald Trump haya podido llegar tan lejos en la carrera por la Casa Blanca, pongamos por caso. Las cualidades de macho alfa y la voz grave hacen mucho más por sus posibilidades de éxito que el programa que defiende, que no debería seducir a un conservador con dos dedos de frente. Y en nuestro país la biología también nos ayuda a explicar por qué cada vez hay más candidatos físicamente agraciados al frente de las listas. Nunca habíamos tenido unos carteles electorales con tantos hombres y mujeres que no desentonarían en un casting para una teleserie de sobremesa. No dudo de que hayan sido elegidos por sus partidos por sus capacidades políticas, como tampoco dudo de que su aspecto se ha tenido muy en cuenta. Sería estúpido no hacerlo.

Cuando dentro de unas semanas se publiquen los resultados de las votaciones, lo que veremos no será solo un recuento de independentistas y unionistas, o de conservadores y liberales, según el eje que usemos para hacer los baremos. Será también una instantánea de qué información ha sabido encontrar la persona que nos ha conseguido apelar mejor a los impulsos básicos. Porque el inevitable componente biológico que determina nuestras decisiones seguro que jugará un papel más importante de lo que quisiéramos a la hora de decidir qué votamos realmente cuando ponemos la papeleta en la urna. Seamos conscientes de eso y evitemos escoger a nuestros líderes por la cara bonita o por la voz más que por su potencial destreza a la hora de gobernarnos, aunque eso signifique no escuchar nuestros instintos. Sin duda, los resultados serán mucho mejores.

[Publicado en El Periódico, 5/9/15. Versió en català.]

martes, 11 de agosto de 2015

El problema de las vacunas

Por diversos motivos, últimamente se oye hablar mucho de vacunas. La semana pasada recibí con alegría la noticia de que, por fin, estamos a punto de tener una contra la malaria, una enfermedad que mata a cerca de tres cuartos de millón de personas al año. Se llama Mosquirix (antes se conocía como RTS,S) y el impacto que puede tener en países del África subsahariana, donde la malaria tiene más prevalencia, es fenomenal. Más o menos al mismo tiempo se hacía público en la revista The Lancet un ensayo clínico realizado en Guinea con la primera vacuna experimental contra el ébola, un ejemplo de lo que se puede lograr cuando científicos de todo el mundo trabajan con un objetivo común y con una rapidez proporcional a la gravedad de la epidemia. El próximo brote de este virus, que mata hasta al 90% de los infectados que no tengan acceso a los tratamientos necesarios, debería ser mucho más fácil de contener.

A pesar de la mala prensa que tienen las vacunas, no he leído muchas opiniones en contra de estas dos, aparte de los habituales que ven conspiraciones incluso debajo de las piedras. Y eso que, si se quiere, seguro que se les podrían encontrar pegas. Por ejemplo, aunque la protección que proporciona la del ébola puede ser espectacular (dicen que llegaría al 100%), la de la malaria tiene una eficacia de solo el 30%. Es un porcentaje que hubiera hecho desestimar cualquier otra vacuna, pero la necesidad es tan imperiosa que se ha optado por salir adelante de todos modos. Además, se ha desarrollado en buena parte gracias al capital privado que ha aportado una compañía, GSK, al igual que la del ébola, que no habría sido posible sin la inversión de la Merck. Cuando se comercialicen, las farmacéuticas sacarán un provecho considerable (pero seguramente menos que de cualquier otro fármaco que tengan en cartera), y esto debería poner nerviosos a los que creen que su objetivo es solo estafarnos y envenenarnos.

Seguramente, la razón principal del hecho de que la mayoría de reacciones a estas dos vacunas han sido favorables es que es obvio que salvarán muchas vidas. El problema de otras más clásicas, como la triple vírica contra el sarampión, las paperas y la rubéola, es que no nos damos cuenta de que llevan muchos años haciéndolo. Un artículo publicado en la revista PNAS hace un par de meses concluía que para convencer a los detractores de las vacunas es inútil demostrar científicamente que son unos de los mejores fármacos que se han inventado y que tienen un alto porcentaje de éxito y muy pocos efectos secundarios (salen ganando con la comparación con casi cualquier medicamento, incluso la aspirina). La mejor manera, proponen, es enseñarles qué les puede pasar a sus hijos si no los vacunan. Si esto es cierto, es posible que el triste caso del niño de Olot víctima de la difteria consiga que algunos entren en razón.

Los motivos para temer las vacunas que se dan rutinariamente a los niños son irracionales, porque no hay datos sólidos que los corroboren. Pero en todas partes, desde África a Europa, la gente encuentra excusas para justificar que vacunarse es menos seguro que arriesgarse a sufrir una enfermedad grave. En Nigeria, por ejemplo, ahora apenas parece que están a punto de eliminar la poliomielitis, una enfermedad prácticamente erradicada que resurgió con fuerza en el 2003 cuando empezó a correr el rumor de que la vacuna provocaba esterilidad. Y hay que recordar que, debido a que hay padres que hacen caso a fuentes de información equivocadas, en EEUU y Gran Bretaña han aumentado peligrosamente los casos de sarampión, una enfermedad que a finales del siglo pasado todavía mataba casi a un millón de personas al año.

Mientras tanto, cada vez que se comercializa un nuevo fármaco contra el cáncer se elogia unánimemente en todos los medios, a pesar de que normalmente tiene un precio desorbitado, funciona solo en un porcentaje pequeño de los enfermos y a menudo a la larga la esperanza de vida es solo de unos meses. La mayoría de vacunas, en cambio, son relativamente baratas, cubren a cerca de la totalidad de la población y salvan miles de vidas cada año. Cuesta entender que, con este currículo, sigan siendo el malo de la película.

Quizá, aparte de investigar para obtener mejores vacunas lo que habría que hacer es invertir una parte del presupuesto en contratar a un buen equipo de relaciones públicas que limpiara su imagen. Lo dije una vez en una conferencia y, por desgracia, es una máxima que sigue vigente: la peor vacuna del mundo es la que la gente no se quiere poner. Si no conseguimos generar confianza, los avances que se hacen en los laboratorios no servirán de nada. Este es uno de los retos principales que nos espera en los próximos años si queremos ahorrarnos muertes innecesarias por infecciones que se podrían evitar fácilmente.

[Publicado en El Periódico, 11/7/15. Versió en català.]

jueves, 16 de julio de 2015

La biología de la democracia

En el mundo occidental solemos creer que la democracia es el ideal al que todo el mundo debería aspirar, un equilibrio político hacia el que se tiende a medida que nos vamos civilizando y que permite que el máximo número de personas disfrute del máximo de beneficios. Hemos luchado tanto para alcanzar este estatus que nos cuesta imaginar una situación más adecuada para el progreso de nuestra especie. La realidad es que nos queda mucho camino por recorrer: una cincuentena de países del mundo todavía no han adoptado este sistema de gobierno, entre ellos algunos de los más poblados, como China y Rusia. Tal vez la razón es que, a pesar de sus obvias ventajas, la democracia no es un estado tan natural para el hombre como nos gustaría creer.

La democratización de las sociedades es un invento relativamente moderno, enunciado aún no hace tres milenios y popularizado sobre todo a partir del siglo XVII. Antes de esta idea genial que tuvieron los griegos, las poblaciones humanas siempre se habían organizado siguiendo por defecto un sistema de castas. Muchas de estas estructuras aún perduran hoy en día, aunque sea en vestigios más o menos fosilizados como los que sufren las monarquías constitucionales. Esto sugiere que el absolutismo es un concepto del que nos cuesta deshacernos, posiblemente porque desde el punto de vista biológico es lo que nos parece más normal, al igual que a las abejas les parece normal optar por el colectivismo severamente estratificado de la colmena. Una prueba sería que, con diferentes variaciones, las castas han estado presentes en todas las localizaciones y épocas de la historia de la humanidad, y solo últimamente hemos empezado a diluirlas (con más buena voluntad que éxito, todo hay que decirlo).

Los determinantes genéticos que favorecen esta selección de organización social jerarquizada que hemos seguido los humanos desde los principios de los tiempos no están nada claros. Es evidente que deberían incorporarse a nuestro genoma cuando aún no nos habíamos separado evolutivamente de nuestros parientes más cercanos, porque la mayoría de primates también optan por los modelos sociales autoritarios.

En estas comunidades es habitual que sea un macho alfa -el equivalente a nuestros reyes o emperadores- el que tome las decisiones y se quede con el corte más grande del pastel. Por eso ha sorprendido un artículo publicado el mes pasado en la revista Science, donde se describe el comportamiento de unos babuinos de Kenia a la hora de decidir hacia dónde deben desplazarse. Normalmente, unos monos exploradores proponen la dirección que el grupo tiene que seguir, pero no se sabía cómo se tomaba la decisión de hacerles caso. Gracias a unos collares con GPS, los científicos se dieron cuenta de que los babuinos cambiaban de localización basándose en los principios democráticos: iban detrás del babuino que obtenía más apoyo. Si un subgrupo inicialmente no estaba de acuerdo con la elección, en lugar de pelearse con los demás, hacía lo que decidía la mayoría.Considerando cuán totalitaristas son los babuinos, es alentador ver que también pueden llegar a la conclusión de que a veces la mejor opción para la comunidad no es obedecer al individuo socialmente más fuerte.

No se puede negar que la democracia es el sistema político más justo que se ha probado, o al menos el que funciona mejor cuando se lleva a la práctica. Del mismo modo, está claro que los países que salen mejor adelante y en los que hay más igualdad social son aquellos que tienen un gobierno democrático en alguna de sus múltiples variantes. Pero esto no quiere decir que todo el mundo esté a punto para formar uno. Algunos esfuerzos recientes de instaurar democracias en lugares donde tradicionalmente no ha habido han sido desastres que han acabado creando una inestabilidad contraproducente, un caldo de cultivo de extremismos y de un sentimiento de desconfianza hacia las potencias extranjeras que, con intenciones que nunca son puramente altruistas, se han metido donde no les llamaban.

Quizá esto se deba a que, para aceptar la democracia, tenemos que luchar contra este instinto que nos empuja hacia la estructura de castas, lo que parece que tenga que ser el estado natural de las comunidades formadas por primates, aunque, como hemos visto, en ocasiones concretas se opte por escuchar a la mayoría. Para poder aceptar este tipo de cambios radicales hay una cierta predisposición, pero también se debe haber alcanzado una madurez suficiente para poder elegir lo que no nos sale de forma espontánea. Por desgracia, en un mundo globalizado no hay tiempo para dejar que las culturas maduren a su ritmo, y a veces se quiere hacer el trabajo de siglos en unos pocos años. Si recordásemos las peculiaridades biológicas de nuestra especie cuando tomamos decisiones sobre política global, quién sabe si los resultados serían menos catastróficos.

[Publicado en El Periódico, 11/7/15. Versió en català.]

martes, 16 de junio de 2015

El falso objetivo de la normalidad

Me supo mal que en Irlanda fuera necesario votar el mes pasado si se debía permitir que las parejas homosexuales se casaran. Me parece arrogante que en el siglo XXI todavía nos creamos con el derecho a decidir si podemos discriminar o no a otra persona por el simple hecho de pertenecer a una minoria. La democracia no debería tener nada que ver a la hora de garantizar la igualdad de derechos de todos los humanos: esto no se debe dirimir en las urnas, sino en los tribunales internacionales.Claro que todavía es más triste que en unos ochenta países las relaciones entre personas del mismo sexo estén directamente prohibidas o penadas. O que en la parte teóricamente civilizada del planeta, haya energúmenos que insistan en que la homosexualidad -una característica tan biológica como el color de la piel- no se puede considerar «normal» o «natural».

No creo que ninguno de estos iluminados que ponen el grito en el cielo cuando creen que se está pervirtiendo las leyes de la Naturaleza se haya parado a considerar que lo más antinatural que existe es, de hecho, el ser humano. Si hay algo que vaya en contra del orden establecido es nuestro esfuerzo constante para vivir más y en mejores condiciones. La evolución no había previsto que la mayoría de nuestros hijos sobrevivirían más allá de los primeros cinco años, ni tampoco que sería muy frecuente que llegáramos a edades avanzadas. Esto sí que no es normal. La prueba son todas estas enfermedades terribles para las que la selección natural no nos ha proporcionado defensas efectivas más allá de las primeras tres o cuatro décadas de vida, y que ahora vemos tan frecuentemente por el solo hecho de haber incrementado artificialmente nuestra supervivencia. Por ejemplo el cáncer, que habría de ser una anécdota, como lo es en la inmensa mayoría de los animales salvajes, y no una de las principales causas de muerte en los países desarrollados. Aún es más claro el caso del alzheimer: somos los únicos organismos del planeta en los que se ha descrito esta degradación irreversible.

Esto es culpa directa de habernos convertido en una anomalía biológica. Un trabajo publicado el mes pasado proponía que el alzheimer podría ser la consecuencia de vivir más tiempo de la cuenta con una inteligencia tan elevada como la nuestra. Se ha descubierto que hace entre 50.000 y 200.000 años nuestro genoma fue adquiriendo una serie de cambios en seis genes concretos, todos ellos relacionados con el desarrollo del cerebro. Se cree que esto multiplicó exponencialmente la capacidad de las neuronas de conectarse entre ellas, lo que favoreció que la mente de nuestros antecesores hiciera el salto cuántico que nos ha llevado hasta el hombre moderno. Pero el estudio, dirigido por el doctor Kun Tang, un genetista de Shanghái, dice que estos cambios genéticos serían precisamente los que han dado paso al alzheimer: las nuevas capacidades cerebrales habrían llevado a que la demanda metabólica del tejido se incrementara tanto que con el paso de los años esto haría que las neuronas se fueran dañando progresivamente.

Dicho de otro modo: si continuáramos teniendo la esperanza de vida media prevista para nuestra especie, que ha sido cercana a los 35 años hasta entrado el siglo XX, solo un pequeño porcentaje de afortunados viviría lo suficiente para llegar a superar el límite de resistencia física de un cerebro que siempre trabaja hiperrevolucionado.

Y sin tener que ir a estos extremos, también son muy anormales cosas tan cotidianas como la menstruación y la menopausia, dos conceptos que serían prácticamente residuales si siguiéramos el plan trazado originalmente: la mayoría de mujeres encadenaría embarazos y moriría antes de terminar su época fértil. Por suerte no hay mucha gente que defienda que haya que volver a la prehistoria para no salir de lo que es natural. La gran mayoría aceptamos gustosamente las plagas bíblicas que nos han caído encima por no seguir los mandamientos biológicos, desde los inconvenientes asociados a los ciclos hormonales hasta los elevados riesgos de sufrir alguna degeneración celular.

La historia de nuestra especie es la de la lucha por salir del nicho que la Naturaleza nos había asignado. Hace mucho tiempo que, por suerte, hemos dejado de ser normales y escribimos nuestras propias leyes para no tener que seguir el dictado de la biología. Los avances sanitarios nos han traído vacunas, antibióticos y poblaciones llenas de jubilados. Aunque físicamente un sexo está mejor preparado para cuidar de las crías y el otro para salir a buscar comida, aspiramos a conseguirla igualdad de género en los ámbitos familiar y laboral. Somos los primeros animales que hemos conseguido separar sexo y reproducción. ¿Qué más necesitamos para concluir que la normalidad no es necesariamente un objetivo que valga la pena perseguir?

[Artículo publicado en El Periódico, 14/6/15 (en català).]

sábado, 6 de junio de 2015

7 años!


miércoles, 20 de mayo de 2015

¿Humanos modificados genéticamente?

Últimamente he hecho algunas conferencias sobre el impacto que tiene la ciencia en la sociedad y los problemas éticos que pueden generar algunos de los avances más recientes, a raíz de un libro que publiqué el año pasado. Uno de los ejemplos que pongo es el de la manipulación genética. En las últimas décadas hemos aprendido a jugar con el ADN, y ahora somos capaces de generar animales y cultivos modificados, a los que añadimos o quitamos genes para obtener el efecto que nos interese. En sí mismo, esto ya ha propiciado muchas discusiones, sobre todo en torno a si son prácticas seguras o no. Pero una de las implicaciones de estas técnicas, mucho más importante desde el punto de vista moral, se suele comentar poco: la posibilidad de manipular el genoma humano.

El motivo por el que no se habla mucho de la idea de alterar los genes de nuestros hijos antes de que nazcan es doble. Por un lado, la mayoría de países tienen leyes que lo prohíben, principalmente porque serían cambios que se mantendrían en generaciones futuras. Pero la razón principal es que, hasta ahora, no era técnicamente posible. El debate, pues, se había dejado de lado porque era demasiado abstracto. Las cosas cambiaron repentinamente con el descubrimiento de la técnica llamada CRISPR / Cas9, que ha alterado la forma de trabajar en los laboratorios pero que ha pasado bastante desapercibida a la sociedad, quizá porque sus aplicaciones en la vida real aún quedan lejos. Precisamente, Pere Puigdomènech explicaba los detalles técnicos en esta sección la semana pasada, y comentaba que el CRISPR / Cas9 nos proporciona por fin las herramientas para editar el genoma humano tal como lo hacemos con el de cualquier otro ser vivo. Por primera vez, el concepto pasa a ser en teoría factible.

En las conferencias, avisaba de que no tardaríamos en ver experimentos en esta dirección y que entonces sí deberíamos empezar a considerar seriamente si es deseable o no cortar y pegar los genes de un embrión humano para mejorarlo. Y precisamente hace cosa de unos meses comenzó a circular en el mundo científico el rumor de que alguien ya lo había conseguido hacer. Aún no se sabía quién ni dónde, pero la reacción fue inmediata: el debate sobre si se debían prohibir este tipo de estudios estalló en las revistas especializadas. Unos expertos decían que era un avance espectacular que nos permitiría un salto biológico gigantesco, mientras que otros decían que los peligros que entrañaba la técnica eran demasiado grandes para lanzarse a ella de cabeza. Pensemos en ello: poder cambiar los genes que el azar y nuestros padres nos dan podría hacernos más resistentes a enfermedades, más longevos, más fuertes, más inteligentes... pero también tenemos la información para hacernos más altos, más rubios y más blancos. A pesar de que el beneficio social podría ser inconmensurable, el espectro de la eugenesia, la teoría que propone hacer evolucionar la especie humana seleccionando ciertos genes y que tanto daño causó en manos de los nazis, resucita de repente multiplicado por mil. ¿Quién decidiría qué es mejor? ¿Cómo evitaríamos la discriminación y la homogeneización de la especie?

Finalmente, se ha visto que era cierto: el día antes de Sant Jordi, un grupo de científicos chinos dirigidos por el doctor Junji Huang publicaba en la revista Protein & Cell el artículo que describe cómo han intentado modificar en embriones humanos el gen responsable de una enfermedad llamada beta talasemia usando el CRISPR / Cas9. El porcentaje de éxito fue bajo, y habrá mucho trabajo antes de que la técnica se pueda aplicar clínicamente. Pero es el primer paso.

Lo más sorprendente es que esta noticia no haya salido en las primeras páginas. Aparte del artículo de Pere Puigdomènech y este mismo, he visto pocas referencias a ella. Hacen falta más. ¿Si podría cambiar el destino de nuestra especie, por qué la discusión se limita a las publicaciones del ramo? ¿Por qué no tenemos artículos de opinión en cada diario defendiendo una u otra postura? Antes de que vayamos un día al médico y nos presente un catálogo con todas las opciones para tunear a nuestro hijo, hemos de poder decir si este es el futuro que realmente nos interesa. Y para eso debemos tener toda la información. Es necesario que los científicos comuniquemos, pero también precisamos una prensa que entienda que la ciencia no debe relegarse por defecto a un rincón secundario del periódico o del telediario. Y, sobre todo, es necesario que todos nos interesamos por estos temas. Por eso hoy he vuelto a hablar de eso, para pedir a todo el mundo un poco más de implicación en las novedades científicas. Están pasando cosas muy interesantes en biomedicina, y las consecuencias nos afectarán a todos de una manera todavía difícil de prever. Debemos esforzarnos para no quedarnos fuera ni dejar a nadie fuera de esta revolución que estamos a punto de vivir.

[Artículo publicado en El Periódico, 18/5/15 (en català).]

martes, 21 de abril de 2015

Sobre Dios y la muerte

Los humanos somos los únicos animales del planeta conscientes de estar vivos, y el precio que pagamos por este privilegio es muy alto. Saber que nuestra existencia no es infinita nos genera una serie de temores que inciden de manera importante en nuestro comportamiento, no solo como personas sino también a nivel de especie. La principal consecuencia de ello ha sido la aparición a lo largo de la historia de una gran diversidad de religiones, que se fundamentan en plantear realidades alternativas para facilitar la aceptación de nuestra mortalidad.

Dicho de otro modo, mientras que no podremos demostrar nunca que un dios haya creado al hombre, es evidente que el hombre ha creado el concepto de Dios como ansiolítico para las crisis existenciales. Por ejemplo, la perspectiva de una prórroga celestial más allá de los límites biológicos de la vida en la Tierra puede hacer más llevadera la poca relevancia que tiene el individuo dentro de la inmensidad del universo.

Aunque este tipo de creencias basadas en leyendas primitivas no son necesariamente incompatibles con el razonamiento científico, cada uno tiende a elegir mayoritariamente uno u otro punto de vista como guía principal para entender el mundo que nos rodea. Pero hay momentos en los que se nos hace casi imprescindible recurrir a la imaginación para suavizar el impacto perturbador de la cruda realidad. Lo he experimentado yo mismo estos días, cuando mi hijo de 7 años ha tenido que enfrentarse por primera vez con la muerte de alguien de la familia cercana. A la hora de hacerle entender que no volvería a ver a esa persona que tanto amaba, no le he explicado que, debido a los caminos insondables de la evolución, cuando las funciones bioquímicas de un organismo interrumpen la entropía se apodera de él de una manera irreversible, que sería una descripción mecanística del hecho ajustada a la realidad tal como la conocemos. En lugar de eso, le he consolado diciéndole sin vacilación que este familiar a partir de ahora le vigilaría desde el cielo, donde estaría jugando con sus amigos los ángeles.

Esto podría considerarse mucho más que una mentira piadosa: para resolver un conflicto emocional, un científico ha recurrido de manera automática a una fantasía muy elaborada que proviene de las tradiciones ancestrales de su cultura, que le ha proporcionado más servicio práctico en este contexto que la explicación puramente biológica, sea o no congruente con su forma habitual de pensar. Es una prueba de cómo la religión está inmersa en el tejido básico de las interacciones sociales, aunque no siempre seamos conscientes de eso, y encontraríamos muchas más.

Hay expertos que proponen que esta necesidad casi instintiva de recurrir en momentos clave a un ser divino superior y a toda la parafernalia que lo rodea ha jugado de hecho un papel importante en el desarrollo y el mantenimiento de las complejas redes sociales humanas. Esta teoría defiende que, sin la idea de Dios como entidad todopoderosa y omnipresente, las sociedades no habrían podido nunca llegar a ser tan grandes y estables como lo son ahora. Una de las razones sería que, más allá de proporcionar un confort puntual, la divinidad representaría un código moral superior rigurosamente vigilado desde arriba, que llegaría donde las leyes y la policía humanas no pueden, evitando así que los ciudadanos cometieran crímenes que desestabilizan la comunidad.

Un trabajo reciente del doctor Joseph Watts, que estudia las casi 400 civilizaciones primitivas de las islas de Austronesia, entre Madagascar y Rapa Nui (la isla de Pascua), propone precisamente lo contrario, que tal vez la presencia de un dios que lo ve todo no es tan esencial para iniciar el proceso de crecimiento social como dicen los demás. Watts ha observado que la complejidad política de estas sociedades isleñas no dependía de que antes hubieran establecido la adoración a un dios supremo y vigilante. Más bien al revés: Dios aparece en estos casos una vez la sociedad ya ha evolucionado considerablemente. Un posible motivo sería que la religión organizada facilita que ciertos avispados accedan al poder necesario para controlar al resto de la población canalizando el miedo a la ira divina.

Con independencia del papel que el temor a un dios que reparte castigos y recompensas haya tenido en el establecimiento de las civilizaciones, su importancia a la hora de explicar lo que no podemos explicar es una de las virtudes que lo han hecho más perdurable. Por eso decía que Dios y ciencia no son excluyentes: siempre habrá cosas imposibles de racionalizar, como el dolor que genera la pérdida de un ser querido. En estos casos, aferrarse al imaginario religioso puede ser una solución muy atractiva.

(Quisiera dedicar este artículo a Ana. La echaremos mucho de menos.)

[Artículo publicado en El Periódico, 18/4/15 (en català).]

martes, 31 de marzo de 2015

Jugar a ser Dios


Ya está a la venta la traducción de Jugar a ser Dios (el original en inglés sigue inédito...), el libro que Chris Willmott y yo hemos escrito sobre el impacto social y ético de los descubrimientos biomédicos recientes. Ganó el Premio Europeo de Divulgación Científica que otorgan la Editorial Bromera y la Universidad de Valencia y está dirigido a un público general interesado en la ciencia no necesariamente con un conocimiento ámplio del tema, como mis libros anteriores. Aquí tenéis más detalles:



martes, 24 de marzo de 2015

La ignorancia científica

Hace unos días, en una televisión publica entrevistaron a J. M. Mulet, investigador y divulgador, que acaba de publicar Medicina sin engaños, un libro atrevido y muy bien documentado sobre la estafa de las seudociencias. El espectáculo fue triste. Quien le hacía las preguntas no solo se olvidaba de la supuesta neutralidad periodística (un pecado, por otra parte, frecuente hoy en día), sino que, haciendo patente su absoluta ignorancia, trataba al doctor Mulet como una persona obsesionada por sus convicciones y que rechaza considerar alternativas igual de válidas.

Por desgracia, este es un problema muy extendido al que se enfrenta la ciencia. Demasiado a menudo se la obliga a compararse con ideas peregrinas e indemostrables, como si estas tuvieran el mismo valor que una teoría confirmada con años de investigaciones. La ciencia no es una cuestión de creencias, sino de hechos. Por ejemplo, que la homeopatía no tiene ningún efecto biológico más allá del placebo no es una opinión: es una realidad. También lo es la evolución o que la Tierra gira alrededor del sol. No hay vuelta de hoja. ¿Por qué, pues, los científicos debemos seguir luchando contra esta suspicacia enquistada cuando intentamos explicar cómo funcionan las cosas? Se trata de un problema básico de comunicación.

Vladimir de Semir, uno de los grandes expertos en el tema de la divulgación científica que tenemos en el país, acaba de publicar Decir la ciencia, un interesante estudio que analiza la difícil relación entre ciencia y comunicación pública. De Semir se plantea si lo que necesitamos son más científicos comunicadores (gente que, como yo mismo, tiene un laboratorio y también colabora en los medios) o mejores comunicadores científicos (el periodista con conocimientos más o menos extensos del campo). Los primeros quizá entienden mejor la información que hay detrás de un descubrimiento, pero los otros suelen transmitir mejor. La conclusión es que es necesario educar a los dos para que obtengan las habilidades que les faltan y juntos consigan que la ciencia llegue a todos, que al fin y al cabo es el objetivo.

Es una estrategia excelente, pero na debemos olvidar el tercer vértice del triángulo: el público. Mientras un grueso importante de la población siga siendo capaz de tragarse cualquier animalada que se les quiera vender sin plantearse si el principio en el que se basa tiene lógica, las semillas de la mejor divulgación científica no acabarán de germinar nunca.

Es una cuestión de ignorancia, como decía al principio, pero no por falta de educación convencional. Por ejemplo, una gran proporción de padres que rechazan vacunar a sus hijos tienen un título universitario. No es necesario que recuerde el peligro que representa esta moda, muy bien explicado por mi compañero de sección Pere Puigdomènech la semana pasada.

Hay que dar a todo el mundo las herramientas para poder detectar los engaños. Para empezar, la ciencia ha de volver a los diarios por la puerta grande. Son pocos los que aún mantienen una sección de ciencia decente. Y los esfuerzos de rigor de los periodistas científicos los echan por tierra otras secciones dela misma publicación, que con cualquier excusa referente al nombre de su cabecera o de ser entrevistas, tienen barra libre para glorificar a cualquier charlatán sin pedirle que aporte pruebas de lo que dice. Es normal que el lector acabe pensando que tiene el mismo peso el iluminado que habla de los peligros mortales del wifi que el profesor que ha descubierto un nuevo tratamiento contra el cáncer.

Y tenemos que ir aún más allá. Es urgente que en la escuela se cree una asignatura seria que explique el razonamiento científico, que enseñe a buscar y analizar datos y sacar conclusiones propias. Es la mejor protección que podemos dar a los ciudadanos para evitar que sigan muriendo niños por enfermedades que ya deberían estar erradicadas o que alguien se suicide por desconocimiento, como le pasó a Steve Jobs cuando optó por las terapias alternatives para tratarse un tumor .

En su libro De Semir cita una encuesta que dice que la mayoría de la población de la UE está interesada en la investigación científica. Así pues, la base existe. Se debe aprovechar. Potenciar la divulgación de calidad debe ser una prioridad de los gobiernos. También los medios, que tienen una responsabilidad muy grande de filtrar las seudociencias. Y de las editoriales, que deben seguir publicando libros por incómodos que sean, como el de J.M. Mulet, o el igualmente excelente Homeopatia sense embuts de Jesús Purroy, y rechazar falacias nocivas sobre enzimas prodigiosas y dietas mágicas, aunque les den más dinero. Entre todos podemos conseguir desterrar el oscurantismo. Solamente hemos de tener ganas de ponernos a ello.

[Artículo publicado en El Periódico, 22/2/15 (en català).]

Nota: podéis ver la entrevista a la que me refiero al principio aquí.

martes, 24 de febrero de 2015

La epifanía del supositorio

Un amigo me comenta que el médico le ha recetado un supositorio, un artefacto que él relacionaba con una infancia remota de televisión en blanco y negro. Le digo que, aunque no es muy habitual, todavía resulta útil hoy en día para solucionar ciertos problemas a los adultos. Y añado que no se le olvide ponérselo al revés de lo que parece lógico: la parte plana primero, empujando por la más amplia y acabada en punta. Me mira atentamente para intentar descubrir si le estoy tomando el pelo, pero se lo aseguro que es verdad. Aún recuerdo cuando me lo explicaron en la facultad hace casi un cuarto de siglo. En su momento también me sorprendió y me quedó grabado. No muy convencido, mi amigo me da las gracias. Lo vuelvo a ver poco después y, antes de que pueda preguntarle cómo fue, me cuenta que la estrategia del supositorio invertido fue un desastre, que aquello no acababa de entrar donde debía entrar y se le deshacía a las manos de tanto apretar. Avergonzado, le pido disculpas por el mal consejo y le prometo no volverlo a repetir nunca más.

Este episodio, tan escatológico como real, me servirá hoy para hacer dos reflexiones. Para empezar, que a los 20 años nos tragamos cualquier cosa que un profesor nos dice desde la tarima. Siendo estudiantes no es del todo extraño que nos falte la capacidad de reflexión crítica, que es clave para hacer avanzar el mundo: es una herramienta que precisamente se debería aprender en la universidad, sea cual sea la carrera que estudiamos. Por desgracia, solo algunos afortunados acaban desarrollando como buenamente pueden, más a consecuencia de los golpes que van recibiendo, no a resultas de ningún plan de estudios programado. ¿Dónde estaría la especie humana si no hubiéramos aprendido a cuestionar la verdad establecida y buscarle costuras? Muchas veces no habrá, pero de vez en cuando descubriremos una alternativa mejor. El día que en las facultades enseñamos a dudar y a razonar más que memorizar, tendremos por fin una población bien preparada.

Con la edad he alcanzado la madurez y la experiencia necesarias para ir más allá de la normativa aceptada, por lo que después de hablar con mi amigo me puse a hacer un poco de investigación. Inmediatamente encontré el culpable de todo: un artículo publicado en la prestigiosa revista médica 'Lancet' en 1991. En él, aducían una serie de razones fisiológicas para recomendar el cambio de forma de aplicación de los supositorios y hacían un estudio a partir de seiscientos voluntarios, la mayoría egipcios, que sugería que poniendo la punta plana primero, la inserción es más sencilla y satisfactoria. Las conclusiones se convirtieron inmediatamente en dogma: a partir de entonces, no sólo se explica así en las facultades de medicina, como pude comprobar en primera persona, sino que pasa a ser el estándar que se enseña en las escuelas de enfermería de todo el mundo. O sea que si va a un hospital y necesita un supositorio, probablemente se lo pondrán del revés. Pero lo más sorprendente es que después de este trabajo revolucionario, nadie vuelve a hablar nunca más del tema. Un artículo del 2006, publicado en el 'Journal of Clinical Nursing', se hacía cruces y reclamaba que serían necesarios estudios más completos y extensos antes de establecer una normativa tan universal.

Y aquí viene la segunda reflexión. Los humanos tendemos a buscar verdades absolutas, afirmaciones inmutables que nos permitan encontrar un punto de anclaje al que aferrarnos. Supongo que es parte de la desesperación existencial propia de nuestra naturaleza, como lo demuestra el hecho de que haya tantos 'libros sagrados', escritos hace siglos, a los que una buena parte de la población todavía recurre constantemente para buscar una guía vital.

Nos pasa menos a los científicos, porque se supone que debemos ser inquisitivos por naturaleza, pero el caso del supositorio es un ejemplo de cómo a veces podemos aceptar una hipótesis con los ojos cerrados sin validarla debidamente. El artículo de 'Lancet' se convirtió inesperadamente en el Nuevo Testamento de la administración de medicamentos por vía rectal y, si hay que hacer caso de la experiencia de mi amigo, sin los méritos necesarios. Quizá simplemente es que los esfínteres de los egipcios no tienen la misma morfología que la de los europeos y sería necesaria una metodología más flexible. Aquí, como en tantos otros casos, lo que ha fallado es el espíritu crítico.

A veces cosas tan simples como un supositorio esconden una epifanía que puede dar lugar a reflexiones interesantes. Solo debemos tener los ojos abiertos y las preguntas en la punta de la lengua. En mi búsqueda, además, he descubierto otra cosa: el edificio donde trabajo lleva el nombre de la persona que comercializó los primeros supositorios en forma de torpedo, Henry S. Wellcome. Qué mundo más pequeño.

[Artículo publicado en El Periódico, 22/2/15 (en català).]