miércoles, 14 de marzo de 2012

La genética y la raza



Hace unos días, la empresa californiana Life Technologies anunciaba que dentro de poco tendría a punto una máquina que, en un solo día, sería capaz de leer todo el ADN de una persona por menos de 1.000 dólares. Es el objetivo, casi irreal, que la comunidad científica se había marcado a principios de siglo, después de que se hiciera pública la primera secuencia del genoma humano. Aquel esfuerzo pionero costó más de 11 años de trabajo y la factura final ascendió a unos 3.000 millones de dólares. La diferencia es abismal. Los avances tecnológicos han sido tan espectaculares en esta última década que disponer de nuestros datos genéticos completos pronto será asequible para muchos bolsillos.
La genética y la raza_MEDIA_1

Se ha hablado mucho de la utilidad que puede tener esta información para la medicina personalizada (la que nos permitiría elegir el mejor tratamiento para cualquier enfermedad en función de nuestros genes), pero esto todavía está lejos de ser una realidad. De momento, los datos que hemos sacado de los miles de genomas que ya se han secuenciado, completa o parcialmente, sí nos han servido para entender mejor la diversidad humana. Estamos descubriendo qué es exactamente lo que nos hace únicos, pero también lo que compartimos unos y otros dentro de la variedad, es decir, cuáles son las semejanzas genéticas de una población, qué dice eso de nuestros orígenes y qué impacto puede tener en nuestras vidas.
Como era de esperar, estos estudios han modificado lo que entendemos por raza. En esta era posgenómica se ha puesto de moda en nuestro país proclamar que, de hecho, las razas no existen, y así me consta que se enseña en muchas escuelas. Uno de los objetivos parece ser diluir la tendencia al racismo de una comunidad que se está pluralizado rápidamente. Es una decisión absurda a muchos niveles. Primero, porque el racismo no existe como entidad independiente: no es más que una de las muchas caras de la xenofobia, el miedo u odio a quien no pertenece a nuestro grupo. En realidad, no menospreciamos a alguien por el color de su piel, sino por no ser como nosotros. Si elimináramos el aspecto físico, nos fijaríamos en la lengua, la religión, la orientación sexual, el equipo de fútbol que uno sigue o si es del barrio de al lado. Es un sentimiento tan humano como el amor o la amistad, por eso cuesta quitárnoslo de encima. Incluso algunos dicen que esta desconfianza hacia lo desconocido podría haber sido seleccionada evolutivamente como mecanismo de defensa, que para nuestros antepasados ​​que vivían en cuevas habría resultado más segura que la política de puertas abiertas. En una sociedad moderna, en cambio, es un anacronismo peligroso.
Sin embargo, la idea de raza hoy en día está muy presente, y tiene tantos elementos genéticos como culturales. En el Reino Unido, expertos en corrección política te piden en los cuestionarios estadísticos que declares a qué «grupo étnico» consideras que perteneces. Al margen del eufemismo, es interesante que subrayen la condición subjetiva de pertenecer. Refuerza la teoría de que es la cultura, tanto o más que el ADN, lo que define actualmente a los grupos sociales. Las divisiones puramente genéticas serían más fragmentarias y menos claras. Precisamente la razón principal que muchos enarbolan para declarar la muerte de las razas es que la genómica ha diluido sus límites. Es obvio que un caucásico del norte de Europa y un negro del África subsahariana están genéticamente alejados, pero son mucho más frecuentes las diferencias bastante sutiles como para no ser visibles. Por ejemplo, según un estudio de hace unos años los ibéricos de la costa este tienen más en común genéticamente con otros pueblos mediterráneos, fruto de los intercambios que ha habido a lo largo de la historia, que con los ibéricos de la Meseta, aunque consten como una sola unidad política.
Aunque las seis grandes razas se hayan fragmentado en decenas de etnias más o menos definidas, los humanos todavía podemos ser agrupados según nuestro ADN. Y eso, aparte de dar combustible a quienes buscan excusas para cerrar filas, tiene importancia desde el punto de vista biomédico. Cada grupo con semejanzas genéticas comparte unas características que lo pueden predisponer a ciertas enfermedades y protegerlo de otras. La genética de poblaciones nos permitirá hacer así los primeros pasos hacia la medicina personalizada, precisamente porque las razas existen. Es obvio que el concepto ha cambiado mucho, y quizá merece un nombre nuevo, pero es poco práctico eliminarlo del currículo cuando quizá defina nuestra interacción con la medicina a lo largo de este siglo.
Sabemos que los seres humanos solamente divergimos en un 1% de nuestro genoma. En este espacio tan pequeño cabe toda la información que nos hace únicos, pero también la que nos hace semejantes a algunos de nuestros congéneres y diferentes de otros. Formar parte de un grupo genético no debe ser una excusa para desatar el chovinismo, pero tampoco tenemos que avergonzarnos.
El Periódico, Opinión, 11/3/12. Versió en català.

martes, 13 de marzo de 2012

Estupidez, honradez y desesperación


Estupidez, honradez y desesperación_MEDIA_1Tenemos una extraña tendencia a jugárnosla cuando se trata de cuestiones de salud. El ejemplo más claro es que todavía hay muchos que fuman a pesar de ser conscientes de los peligros que tiene engancharse al tabaco. Demasiadas veces optamos por ignorar voluntariamente la realidad en beneficio de una duda que el sentido común nos desaconseja. Es más evidente cuando hablamos de medidas que, en teoría, tienen el objetivo de curar o proteger: somos capaces de tragarnos cualquier píldora por poco que nos la presenten en un envoltorio atractivo.
Regirnos por la ley del ¿y si funciona? no parece una estrategia demasiado sensata. Y sorprende que esta proclividad a comulgar con ruedas de molino sea independiente de nuestro nivel educativo: hay mucha gente con títulos universitarios que toma suplementos por déficits vitamínicos que no tiene o se somete a dietas basadas en principios tan aleatorios como la inicial del nombre de los alimentos que deben evitarse. ¿Por qué nos dejamos engañar por el primer vendedor de humo que nos propone una solución, por fantasiosa que sea, al problema que nos preocupa?
Hay varios culpables: la habitual estupidez humana, la poca honradez de algunos avispados y a menudo, por desgracia, la terrible desesperación de quien está enfermo.
Pensaba en esto leyendo estos días el caso de Celltex Therapeutics, una compañía de Tejas que vende tratamientos de células madre. El nombre empezó a sonar el año pasado por su relación con el gobernador Rick Perry, que no solo le ha apoyado públicamente sino que ha confesado ser cliente. El problema es que las terapias «revolucionarias» que ofrece Celltex no se han sometido a los controles de calidad y seguridad necesarios. La semana pasada, la revista Nature destapaba los pagos que Celltex había hecho a unos médicos para que inyectaran estas células a sus pacientes con la excusa de ser parte de un ensayo clínico para probar su eficacia. El pretendido estudio no había sido aprobado por ninguna autoridad competente y, además, costaba a los pacientes hasta 25.000 dólares por tanda. Pensamos que este tipo de irregularidades solo se ven en clínicas clandestinas escondidas en callejones oscuros de algún rincón de Asia (que también existen), pero la realidad es que en los países civilizados encontramos un montón de ejemplos.
Aprovechados siempre los habrá, pero la falta de ética es un síndrome que un fajo de billetes puede provocar también en profesionales que han hecho el juramento hipocrático, y esto es más grave. Un médico que ha participado en el negocio de Celltex admitía que no podía demostrar científicamente que las inyecciones funcionaran y se excusaba diciendo que, en el peor de los casos, todo lo que podía pasar es que no tuvieran ningún efecto. Aparte de poco honorable, esto es falso, ya que algunos de estos tratamientos ilegales han causado complicaciones graves.
Lo más triste de todo es el abuso de personas en situación vulnerable. Al hijo de un compañero de trabajo, de veintipocos años, le diagnosticaron hace unos meses un tumor cerebral incurable. Es imposible entender qué se debe sentir cuando te sentencian a muerte antes de que hayas podido comenzar realmente a vivir. Su respuesta, muy natural, fue luchar con todas las armas que tenía al alcance. La medicina no le podía ofrecer ninguna, así que comenzó a probar las terapias alternativas que iba encontrando en internet, lo que no deja de ser especialmente irónico si tenemos en cuenta que su padre es un prestigioso hematólogo que lleva años investigando para encontrar nuevos tratamientos para el cáncer. Un curandero le impuso las manos a cambio de unos cientos de libras por sesión, un dietista le recomendó un régimen de queso fresco y ahora se toma un aceite de cannabis que importa de Canadá a precio de oro.
No dudo de que más de uno de estos personajes debe creer que lo que predica es cierto. Tenemos que confiar en la buena voluntad de la gente, pero hasta cierto punto. Todos ellos saben perfectamente que no existen datos que confirmen los efectos positivos de ninguno de estos tratamientos. Además, no hay ningún mecanismo lógico detrás que pueda explicar su pretendida efectividad y las únicas pruebas que pueden aportar son del tipo «conozco a una persona a la que le fue muy bien». Los científicos insistimos en que esto no es suficiente, que antes de concluir que un producto tiene una acción beneficiosa se necesitan años de estudios serios para asegurarnos de que no nos equivocamos. Y la mayoría de la gente también es consciente, pero si la motivación es lo suficientemente fuerte prefiere olvidarlo.
Nadie puede predecir qué haría en una situación límite como esta. Es comprensible que un enfermo grave se aferre a cualquier fábula que le expliquen: preferir la esperanza a la razón puede ser la única alternativa aceptable. Lo que no deberíamos tolerar de ninguna manera es que cuatro avispados, con o sin título, hagan el agosto a partir de las tragedias de los demás.
El Periódico, Opinión, 11/3/12. Versió en català.