El leñador enmascarado es un pequeño pájaro que vive en América. Se caracteriza porque luce unas plumas negras alrededor de los ojos (la máscara) y un amarillo intenso sobre el pecho. Hace unos meses, unos científicos descubrieron que, en la zona de Nueva York, las hembras preferentemente eligen para aparearse a los machos que tienen la mancha amarilla del pecho más grande y brillante. En cambio, en Wisconsin se fijan más en el tamaño de las máscaras. Aunque a primera vista pueda parecer un hecho trivial, este descubrimiento confirma, una vez más, la importancia biológica de la belleza y nos permite hacer dos consideraciones.
La primera, la aleatoriedad aparente de las leyes de la atracción. Parece que solo el azar pueda explicar que comunidades de la misma especie tengan gustos estéticos tan distintos por el solo hecho de vivir unos cientos de kilómetros aparte. Y la segunda, que en el fondo todo esto no es tan arbitrario como parece: lo que vemos en la superficie es un reflejo de lo que pasa dentro del cuerpo. En el caso del leñador, se ha comprobado que las dimensiones y calidad tanto de la máscara negra como del pecho amarillo se asocian a tener un sistema inmunitario más potente, un rasgo que demuestra buena salud y garantiza mejor descendencia.
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Darwin ya se dio cuenta del profundo impacto que la belleza tiene en la evolución de las especies, pero con el tiempo puede que nos hayamos olvidado de su misión original. Cuando hablamos ahora de la belleza, a menudo es para decir que está sobrevalorada o para quejarnos de las sociedades que la enaltecen en exceso. Denunciamos que vivimos en un mundo hipersexualizado, que pone un peso excesivo en el físico, hasta el punto de convertirnos en esclavos de nuestra imagen, en seres vacíos y ufanos, pero lo consideramos un problema eminentemente cultural. En cambio, como hemos visto, presumir de los atributos del cuerpo tiene unas bases biológicas muy sólidas y compartidas con organismos de todo el espectro del árbol de la vida.
En otros artículos ya he insistido en que, para entender cómo pensamos y actuamos los humanos, no debemos fijarnos solo en las complejidades de nuestro tejido social, sino que muchas veces las explicaciones las podemos encontrar en la biología. Porque, al fin y al cabo, antes que seres civilizados hemos sido (y seremos siempre) animales. Por ejemplo, la importancia que damos a la belleza femenina no es solo una moda, sino que se cree que es una consecuencia directa de haber adoptado la monogamia. En especies promiscuas en las que un macho se aparea con todas las hembras que se dejan, la presión por ser más guapos la sufren solo ellos. Por tanto, la competencia hace que estos machos desarrollen trucos vistosos para llamar la atención de las parejas potenciales y poder así ser los escogidos. En cambio, en las especies monógamas los machos también ejercen su derecho a escoger, y por lo tanto las hembras experimentan la misma presión para ser atractivas.
Pero esto no quiere decir que nos tengamos que conformar. Somos, de hecho, la única especie que ha encontrado la manera de escapar del yugo de la naturaleza. Tenemos ejemplos con inventos como la democracia, que pervierte el dominio absolutista del macho alfa, tan propio de los primates, o la medicina, que evita que dependamos de la supervivencia preferente de los individuos más sanos. Si de verdad queremos librarnos de la tiranía de la belleza y que deje de tener un papel tan central en las interacciones personales, habrá que hacer algo más que luchar contra el machismo atávico, presente en mayor o menor medida en cada sociedad, que a menudo se invoca como único culpable: ambos sexos nos tendremos que esforzar, porque es un patrón de comportamiento que está bien arraigado en nuestros instintos más ancestrales. La reproducción ha sido durante milenios el objetivo principal de nuestra existencia, como lo es de la de cualquier otro ser vivo. Ponerla en un segundo plano no es un objetivo que se pueda conseguir de la noche a la mañana, pero tampoco debe ser imposible.